Día de Difuntos
La ciudad despierta envuelta en una niebla que no solo cubre las calles, sino también la memoria. Todo parece moverse en un silencio antiguo, como si el tiempo, cansado de su propio pulso, se detuviera a escuchar. Las campanas repican con voz de agua y piedra, y cada toque parece abrir un pequeño surco en el corazón, un recordatorio de lo que fuimos y de quienes seguimos siendo gracias a los ausentes.
En esta jornada, la nostalgia se posa sobre el alma como una bruma suave. Miro los rostros que ya no están, pero que aún me acompañan en la claridad indecisa del amanecer. Los nombres, los gestos, las risas compartidas: todo regresa con la dulzura de un eco que no cesa. Hay una belleza extraña en esta melancolía, un modo sereno de aceptar que la vida es tránsito, que la muerte no es final sino retorno.
Los magostos iluminan la tarde. En cada chispa que se eleva hay una oración sin palabras, una llama que une a los vivos con los que descansan en la tierra. El humo del fuego se mezcla con el aroma de las castañas y el vino nuevo, y el aire adquiere ese sabor primitivo que recuerda al hogar y a la infancia. Hay algo sagrado en el gesto de reunirse, de compartir el pan, el fuego, el vino: un rito que nos rescata de la soledad y nos devuelve a la tribu, a la raíz.
Mientras la niebla desciende de nuevo sobre los tejados, mi alma —que siempre busca lo invisible— siente que no hay distancia entre los mundos. Los difuntos nos miran desde la calma, y su memoria, lejos de entristecer, nos empuja a vivir mejor, con más ternura, con más gratitud.
El Día de Difuntos es también un himno a la vida. Nos recuerda que cada instante es un regalo frágil, que debemos cuidar la amistad como se cuida una llama, y que la bondad, en su forma más humilde, es la única herencia que perdura. Entre la niebla y el fuego, entre la ausencia y el canto, renace la esperanza. Y en ese resplandor efímero comprendemos que todo lo amado permanece, que la muerte no apaga la luz, sino que la enseña a brillar desde otro lugar.