Evolución, estado del bienestar y peligro de extinción
El reciente fallecimiento de la madre de un buen amigo a sus casi cien años de edad, más allá del sentimiento personal de pérdida, me ha dejado motivos variados de reflexión. El primero y más evidente es la constatación día a día de lo envejecida que está la población de la provincia, con una edad media de unos 50 años y con un número de mayores de 85 años que ya supera a los menores de 10. Mal asunto si hablamos de relevo generacional, con un crecimiento vegetativo en valores negativos. Baja tasa de natalidad, dificultades para los jóvenes en poderse asentar en la provincia y aumento de esperanza de vida no ayudan a que la estadística mejore. Desolador.
Sí, de momento parece que la esperanza de vida crece, a pesar de que nuestros hábitos no son ya en general todo lo sanos que debieran. La vida sedentaria, la alimentación excesiva y una sujeción a rutinas estresantes no son un buen cóctel para la supervivencia. Pero ahí estamos, sobreviviendo cada día, cada año, hasta edades más avanzadas.
Ayuda mucho la medicina y su extensión general a todas las capas sociales. León pertenece al llamado “Primer Mundo”, aunque hay fuerzas inexorables que parecen querer atraerlo a otra esfera inferior. Formamos parte de esa afortunada fracción de la población mundial que todavía se permite una cierta estabilidad política y jurídica que ampara un, aunque ya algo devaluado, estado de bienestar. Al paso que vamos en León las habituales celebraciones en distintos municipios para agasajar a nonagenarios y centenarios van a pasar de la anécdota a la práctica diaria, tantos acabaremos siendo.
Con el permiso de ustedes voy a irme de León un rato, y también de este tiempo feliz de tecnología y sanidad universal, y voy a retrasar mi reloj algo así como 200.000 años. Hablo de la aparición del “Homo Sapiens”. Una evolución en el tamaño del neocórtex de aquellos hombres primitivos produjo el milagro de la “conexión” íntima con el prójimo a través de las emociones, del lenguaje, del sentido de la planificación, de la anticipación, en fin, de la “humanización” tal como la entendemos hoy día. La evolución no nos hizo más ágiles, más veloces, no desarrolló en nosotros especiales habilidades físicas, pero si nos dio la superior virtud de un cerebro plástico, potente y adaptable, capaz de asimilar gran cantidad de información, analizarla e interpretarla.
Pero, con todo, hay un matiz de importancia muy relevante y que marca la diferencia evolutiva de un modo crucial. Pónganse ahora en situación e imaginen el entorno en el que se mueven estos “homo sapiens”, criaturas con una preclara inteligencia si las comparamos con sus antagonistas naturales, depredadores como el tigre de dientes de sable, fenomenal bestia con evidente mala leche, o con el objeto habitual de sus cacerías, bisontes, venados y hasta mamuts. Enfrentarse a ellos con más ingenio que fuerza era un reto evidente, y el riesgo de una lesión invalidante, y posiblemente mortal, una contingencia habitual.
Del “homo sapiens” acá hemos tenido de todo y la historia se ha ocupado de glosarlo. No seré yo quien les aburra con el papel del cuidado personal y sanitario en las distintas civilizaciones.
Pues lo que marca la diferencia evolutiva es la capacidad y voluntad de cuidar a ese congénere que ha tenido la desgracia de la herida o la fractura. En condiciones normales y anteriores al “sapiens”, el destino de ese pobre hombre o mujer es el abandono a su suerte, y una muerte segura en las mandíbulas de algún depredador. La antropóloga norteamericana Margaret Mead, notable por sus estudios sobre el reparto de roles en las sociedades primitivas, afirma que la mayor pista sobre esta nueva capacidad para el cuidado al herido es la aparición de un fémur soldado, lo que indica reposo y atención por algún compañero, o por más de uno.
Es ahí donde comienza, miren por dónde, una tímida mejora en la esperanza de vida. La aparición del fuego para poder descomponer los alimentos y hacerlos más digeribles y la paulatina sedentarización hicieron el resto. Mead, y les invito a que profundicen en el personaje, fue una mujer valiente, y en un mundo de científicos hombres, que daban por sentado el reparto de roles en razón de las distintas capacidades innatas de cada uno, desarrolló la teoría de que esos papeles varían en función del contexto sociocultural, tal es la maleabilidad del cerebro humano. Este estudio está reflejado en su obra “Sexo y Temperamento en las sociedades primitivas” de 1935. Aquí también cabría contextualizar la época en que se escribió el libro... atmósfera muy feminista, pues tampoco. Heroína esta mujer en la adversidad.
Del “homo sapiens” acá hemos tenido de todo y la historia se ha ocupado de glosarlo. No seré yo quien les aburra con el papel del cuidado personal y sanitario en las distintas civilizaciones. Sólo voy a destacar algo que no por más evidente deja de ser tenido en cuenta: la sanidad, el acceso a la medicina y la posible curación era cosa de élites sociales. La clase baja, mayoritaria, se encomendaba a lo que podía, el remedio natural o la buena voluntad. Profilaxis e higiene poca, suerte de no coger una infección y rodar sin puntilla. Siglos de evolución social y la esperanza de vida mejoró bastante poco.
Y eso hasta que nos llega, cómo no en el género humano, la evolución por una guerra. Y no una cualquiera, sino la Segunda Guerra Mundial (SGM). Ya nos habíamos estado dando estopa en Europa principalmente en la Primera Guerra Mundial (PGM), pero fue esta una conflagración poco tecnificada. El esfuerzo bélico se centró en tácticas prácticamente decimonónicas, con trincheras estables y masas ingentes de tropa. Batallas como Somme o Marne se liquidaron con millones de muertos. La tecnología se centró en el desarrollo de la guerra química, atroz, la artillería ultrapesada y una incipiente y anecdótica aviación. Las hazañas de Richtoffen, El Barón Rojo y su “Circo Volante”, muy sobrevaloradas.
Pero la SGM sí dio lugar a un esfuerzo industrial ingente, al punto de que los victoriosos lo fueron no tanto por su capacidad estratégica, sino por su capacidad material, esa potencia industrial capaz de fabricar ingentes cantidades de armamento y máquinas de guerra. En esta contienda mundial la aviación sí marcó la diferencia, y el uso de blindados alteró para siempre las reglas de la guerra.
Pero terminó el conflicto con el ya sabido resultado, y a toda esa capacidad industrial había que darle salida. Y ahora me van ustedes a ver defendiendo un postulado bastante chocante pero, para nuestra desgracia, creo que bastante acertado. Nuestro estado del bienestar, creciente hasta entrados los noventa del siglo XX y menguante desde entonces, no es un objetivo en sí mismo, sino consecuencia de dotar a toda esa industria bélica, ahora reconvertida a la fabricación de bienes de consumo, de clientela satisfecha y feliz. Es la aplicación de la teoría de Henry Ford, que entendió rápidamente que el primer cliente de su Ford Modelo T sería su propio empleado, provisto de sueldo suficiente y de necesidad de desplazarse al “pueblo de la mujer” a beberse una “zarzaparrilla” e hincarse unos “emparedados” (aquí me sale el haber sido víctima de telefilmes sesenteros doblados en aquel extrañamente denominado “castellano neutro”).
Claro que la felicidad no era gratis y había que trabajar en condiciones. A cambio se mejoró la sanidad para que aquellos hombres y mujeres por lo menos aguantasen hasta rendir su edad y los sueldos, no sin lucha y reivindicación, permitieron un desarrollismo importante. Es esa generación que ahora frisa los “homenajeables” cien años la que se tragó todo aquel proceso. La que pasó de la madreña al 600, del lápiz al ordenador y de la burra vieja al cohete espacial. Probablemente la generación más resiliente, ahora que tan de moda está el término, y más capaz de la historia de la Humanidad.
Parece además que uno ya no puedes ser, por ejemplo, pescador sin muerte a secas, sino que tienes que ser pescador y “tiktoker”. A esto se puede oponer que monstruos como “Shein” se dedican a vender ingentes cantidades de algo así como prendas de vestir
Y aclaro que hablo en corta perspectiva territorial, circunscrito a este Primer Mundo que habitamos. Las circunstancias del Tercero están más cercanas al “sapiens”, pero con pellizcos de una ficción lejana que les llega en forma de tecnología y promesa de futuro, que quizá no llegue.
Y ahora nos cabe preguntarnos también por nuestro inmediato futuro. Personalmente no me parece muy alentador, aunque vamos a tiempo de amortiguar “lo mayor”. Está claro que aunque el consumismo sigue siendo motor económico, en esta loca carrera capitalista donde los que nos rigen piensan en un desarrollo infinito con medios finitos, este consumo se está dirigiendo cada vez más a lo virtual y digital. Queda claro que quien destina cinco o seis horas diarias a redes sociales o búsquedas en Internet destina muy poco tiempo a otras actividades que necesitan de lo material para desarrollarse. Parece además que uno ya no puedes ser, por ejemplo, pescador sin muerte a secas, sino que tienes que ser pescador y “tiktoker”. A esto se puede oponer que monstruos como “Shein” se dedican a vender ingentes cantidades de algo así como prendas de vestir, pero eso va en detrimento de los otros canales de comercialización. La industria se está estancando porque se le acerca el momento de “morir de éxito”. Sólo crece en función del crecimiento del número de clientes, no de la potenciación de los que ya tiene, que era un principio fundamental en el comercio tradicional.
A todo esto hay que unir que, en un mercado en expansión aún, lo lógico sería que el número de proveedores también siguiera creciendo, pero es justo lo contrario, apareciendo campeones indiscutibles en la distribución. Extrapolando a un futuro algo apocalíptico, imagínense un “Amazon” vendiéndoles en exclusiva todo aquello que puedan necesitar, desde un plátano hasta un amante, y no exagero. Y también una medicina privatizada, que ya era hora de volver al orden natural, qué diantre, y no a esa ficción de medicina universal. El bienestar, para el que se lo pueda pagar.
Ya de vuelta a León me fijo en nuestros ancianos, en esa generación que nos ha cuidado con mimo, pero que también nos ha educado en una exigencia que en general no hemos sabido transmitir. Para muchos de ellos hemos delegado ese cuidado que prodigó el primer “sapiens” a su compañero en una residencia de ancianos, en una empresa mercantil que vive de la soledad o, cuando menos, de la imposibilidad del cuidado familiar, ingresos y minusvalías obligan. No sé, todo me parece un experimento, una suerte de simulacro, a ver qué pasa con estos leoneses, tan prudentes, taciturnos , que no dan un ruido mientras se extinguen.