León y la biomasa: la sombra del humo sobre el horizonte verde
Camino por Puente Castro y veo a los niños jugando en el parque. El jolgorio se mezcla con el tráfico y me imagino el viento que arrastra el aroma de madera recién triturada de la planta proyectada a pocas calles. Se nos habla de megavatios, toneladas de astilla y eficiencia energética. Los despachos deciden. Y los vecinos respiramos el resultado. Esa planta, pensada para producir 352.000 MWh al año a partir de 128.000 toneladas de biomasa, es un símbolo: de la modernidad según algunos, de la vieja política según otros.
Las megaplantas prometen calor estable, eficiencia y centralización. Pueden alimentar hospitales, universidades y edificios públicos, sobre todo en invierno. Todo parece perfecto sobre el papel. Pero en la calle, las consecuencias son distintas: polvo, camiones cargados de astilla, ruido constante y el miedo a que los filtros no alcancen a limpiar todo lo que respiramos.
Cuando la biomasa se utiliza de forma masiva y centralizada, deja de ser un aprovechamiento circular del territorio y se convierte en una industria extractiva más
La biomasa, presentada a menudo como una fuente renovable y sostenible, no puede considerarse una energía limpia. Toda combustión genera emisiones: partículas finas, óxidos de nitrógeno y dióxido de carbono que afectan a la calidad del aire local y al balance climático global. El problema no está solo en la técnica, sino en la escala. Cuando la biomasa se utiliza de forma masiva y centralizada, deja de ser un aprovechamiento circular del territorio y se convierte en una industria extractiva más, que requiere transporte continuo, monocultivos energéticos y un consumo de recursos forestales que supera su capacidad natural de regeneración. La sostenibilidad no se mide en megavatios producidos, sino en la armonía entre energía, territorio y comunidad.
Incluso con la tecnología más avanzada, estas plantas generan partículas finas, óxidos de nitrógeno y compuestos volátiles. Según la OMS, el límite recomendable para las partículas más finas es de 10 microgramos por metro cúbico. En otras ciudades europeas, cerca de plantas similares, se han registrado aumentos del 10 al 30% de esos niveles. Son cifras frías, pero detrás de ellas están los pulmones de nuestros niños, la respiración de los ancianos y la vida cotidiana de todos nosotros. Los filtros instalados, aunque necesarios y cada vez más sofisticados, no logran eliminar por completo estas emisiones: capturan una parte significativa, pero no la totalidad. Siempre hay una fracción de partículas ultrafinas que escapan a los sistemas de depuración y permanecen suspendidas en el aire, invisibles pero persistentes, infiltrándose en los hogares y acumulándose en los cuerpos.
Cada tonelada de biomasa transportada significa más camiones, más polvo y más emisiones. La gestión del agua y los lixiviados es delicada: cualquier fallo puede contaminar suelos y ríos. Y más allá de los números, hay una realidad dolorosamente clara que las decisiones se toman sin contar con quienes viven aquí. Asociaciones vecinales y grupos ecologistas llevan meses pidiendo información y estudios independientes. Piden, sobre todo, ser escuchados. Y la respuesta ha sido mínima. Es la vieja política del “ya está decidido”, ahora envuelta en el discurso de la transición verde.
La gestión del agua y los lixiviados es delicada: cualquier fallo puede contaminar suelos y ríos. Y más allá de los números, hay una realidad dolorosamente clara que las decisiones se toman sin contar con quienes viven aquí.
Ante esta visión centralizada y vertical, las microredes y las pequeñas plantas de barrio muestran que se puede hacer diferente. No hace falta una única instalación gigante: se pueden desplegar pequeños sistemas que generen y gestionen energía localmente y, si hace falta, funcionar de manera independiente cuando falla la red principal. Reducen transporte, emisiones y, sobre todo, permiten que los vecinos participen de verdad. La energía deja de ser un producto industrial para convertirse en un proyecto compartido.
Frente al modelo de las macroplantas, la biomasa a pequeña escala representa una oportunidad para avanzar hacia una transición energética justa y sostenible. Esta se convierte en un elemento de economía circular que refuerza el tejido rural y reduce la dependencia de combustibles fósiles. Su valor no radica tanto en la cantidad de energía producida como en su capacidad para integrarse en las microredes energéticas: sistemas descentralizados, resilientes y conectados, capaces de generar energía continua y estable allí donde se necesita. En este contexto, la biomasa no destruye ecosistemas ni requiere transporte masivo; complementa otras fuentes renovables, equilibra la producción solar y eólica, y ayuda a mantener viva la gestión sostenible del territorio.
Estas microredes requieren más coordinación, inversión distribuida y mantenimiento cercano. Pero esos “costes” son también sus virtudes: generan empleo local, fortalecen las zonas donde se realizan y construyen confianza. No se trata solo de calor o electricidad, sino de autonomía, seguridad y cercanía. Y sobre todo, de recuperar la sensación de control sobre algo tan cotidiano como la energía que usamos.
La alternativa no es rechazar la biomasa. Es cambiar la escala y la lógica: pequeñas plantas municipales, microredes que generen y compartan energía, cooperativas vecinales que gestionen sus propios recursos. Un sistema flexible que combine estabilidad y cercanía, tecnología y participación.
La contaminación de las plantas centralizadas es una realidad. Estudios de la Agencia Europea de Medio Ambiente y de la OMS muestran que las plantas de biomasa industrial elevan entre un 10 y un 30% los niveles locales de partículas finas y óxidos de nitrógeno. Es decir, aunque sea energía “renovable”, no es aire limpio si se concentra en un solo punto y se ignora la participación ciudadana. La biomasa, mal gestionada, puede reproducir algunos de los problemas que venía a resolver.
La alternativa no es rechazar la biomasa. Es cambiar la escala y la lógica: pequeñas plantas municipales, microredes que generen y compartan energía, cooperativas vecinales que gestionen sus propios recursos. Un sistema flexible que combine estabilidad y cercanía, tecnología y participación. Así se reduce el riesgo ambiental, se mejora la eficiencia real y se devuelve el poder de decisión a los ciudadanos.
El caso de León no es solo local. Es un espejo de un dilema global: cómo avanzar hacia un modelo energético sostenible sin repetir errores del pasado. Los modelos que necesitamos no consisten en levantar infraestructuras monumentales, sino en construir sistemas justos, eficientes y adaptados a cada comunidad. La energía del futuro será limpia, sí, pero también compartida, participativa y cercana. De lo contrario, seguiremos respirando el humo de decisiones tomadas sin nosotros.
Tenemos ante nosotros una oportunidad extraordinaria: convertirnos en un ejemplo de transición energética moderna, no por el tamaño de nuestras plantas, sino por la inteligencia de nuestro modelo. Una energía pensada a escala humana, donde eficiencia y resiliencia convivan, y donde la participación ciudadana no sea un adorno, sino el eje de cada decisión. Esa sería la verdadera Transicion: una energía con rostro humano, nacida desde lo local, respirando el mismo aire que sus vecinos.
Porque al final, la energía no es solo un recurso. Es la vida que compartimos, el aire que respiramos, el calor que sentimos en invierno. Y nadie debería decidir sobre ella sin escucharnos.