León: la economía en el filo de la navaja
León funciona. Y eso, precisamente, es lo inquietante. Funciona como funcionan las cosas que no se tocan por miedo a que se rompan. Los bares abren, los autobuses pasan, las persianas suben cada mañana con la disciplina del que no espera nada nuevo. En los centros de salud se acumula una paciencia gris, hecha de jubilaciones y de tiempo sobrante. Todo sigue su curso. Pero basta quedarse quieto un momento para notar que el suelo no es firme, que cruje. La economía leonesa no camina: se mantiene en equilibrio, como un funambulista que ya no mira al público sino al vacío.
El modelo es conocido y cómodo para quien no quiere complicarse: servicios, servicios y más servicios. Sanidad, educación, administración, turismo, comercio. Un sistema que da la sensación de normalidad institucional, pero que vive enchufado a una toma de corriente que no está en León. Energía ajena, materiales ajenos, logística ajena. Sin industria que haga de ancla, la economía provincial se parece a una decoración de escaparate: luce mientras no haya apagón.
La paradoja roza el absurdo. León produce energía, mucha, y además limpia. Pero no manda sobre ella. No fija precios, no decide destinos, no retiene beneficios. Generamos electricidad como quien ordeña una vaca ajena: el esfuerzo es nuestro, la leche no. Somos un territorio productor sin soberanía, un molino que gira con viento alquilado. Cuando falta cobre, cuando sube el petróleo o se retrasan los componentes tecnológicos, el golpe llega aquí como llega el oleaje a un espigón viejo: sin aviso y con grietas nuevas. Cada plan de modernización, cada proyecto, queda a merced de cadenas globales que pueden tensarse o romperse en cualquier momento.
El campo, ese otro pilar del que tanto se habla y tan poco se cuida no está mejor. Envejecido, abandonado en muchos puntos, dependiente de fertilizantes importados, piensos externos y combustible fósil. Cuando la energía se encarece, producir deja de tener sentido, la producción cae, los costes suben, y el abandono rural se acelera. La despoblación no es solo un número: es la pérdida de la fuerza vital que sostiene cualquier economía local. Menos manos jóvenes, menos energía humana para suplir lo que el sistema ya no garantiza.
El campo, ese otro pilar del que tanto se habla y tan poco se cuida no está mejor
Buena parte de la vida cotidiana se sostiene gracias al gasto público: sueldos, pensiones, servicios. Es un colchón, pero también una dependencia. El gasto público sostiene gran parte de la vida leonesa. Esta dependencia convierte a la provincia en un edificio sin cimientos firmes: un ajuste presupuestario, una crisis de deuda o la reducción de transferencias hacen temblar hogares, hospitales, colegios y servicios sociales. La fragilidad se siente bajo los pies como un temblor constante, invisible hasta que golpea.
A este cuadro hay que añadirle el mapa, que en León no es un mapa sino un archipiélago. Una provincia convertida en constelación de ayuntamientos diminutos, cada uno con su alcalde, su presupuesto exiguo y su heroica voluntad de resistir. No cooperan: se apañan. Y así es imposible ganar tamaño, músculo o ambición. La inversión se diluye, las infraestructuras se repiten como espejos mal colocados y cualquier intento de cadena productiva comarcal muere antes de aprender a andar. Falta masa crítica, pero sobra buena intención mal coordinada. Cada municipio juega su partida en solitario, compitiendo con el de al lado por la misma subvención, el mismo plan, el mismo salvavidas. Se duplican servicios que nadie puede sostener y se gestionan recursos mínimos como si fueran botines de guerra. No hay desarrollo, hay supervivencia administrativa. Y cuando no hay una mirada que vaya más allá del término municipal, la escasez deja de ser un problema coyuntural para convertirse en costumbre.
La ausencia de una planificación supramunicipal no es un fallo técnico, es una forma de condena. Debilita la capacidad de negociar, empequeñece cualquier proyecto antes de nacer y obliga a tratar como problemas locales lo que son desafíos colectivos. Así, León no piensa como territorio, sino como suma de soledades. Y cuando cada pueblo se defiende como puede, el conjunto acaba perdiendo siempre.
La ausencia de una planificación supramunicipal no es un fallo técnico, es una forma de condena
La lista sigue: logística, abastecimiento, tecnología. León importa casi todo lo que hace posible la vida moderna. Medicamentos, chips, combustibles, alimentos procesados, material sanitario. Dependemos de cadenas largas y frágiles, de mercados que no tienen memoria ni afecto. Cuando algo se rompe fuera, aquí se nota dentro. La vulnerabilidad no es un concepto académico: es el estante vacío, la factura imposible, el retraso que desordena lo cotidiano.
Y luego está la economía global, ese ente abstracto al que nadie vota pero que manda más que nadie. Suben los tipos, se mueve el capital, estalla una crisis a miles de kilómetros, y León lo nota en la factura, en el carro de la compra, en el cierre discreto de otro negocio. La inflación importada no entiende de provincias envejecidas ni de salarios bajos. Simplemente pasa. Deja a León expuesta a decisiones ajenas: fluctuaciones de capital, tensiones geopolíticas, inflación importada. Todo llega como un río que inunda las orillas sin previo aviso. Mientras tanto, los ingresos locales siguen bajos, los precios suben, la energía se encarece. La pobreza energética, la dependencia social, el envejecimiento y la despoblación se combinan, convirtiendo a la provincia en un territorio sensible a cada crisis, sea energética, climática, geopolítica o financiera. El resultado es un territorio en equilibrio precario: envejecido, dependiente, vulnerable.
Suben los tipos, se mueve el capital, estalla una crisis a miles de kilómetros, y León lo nota en la factura, en el carro de la compra, en el cierre discreto de otro negocio
Una economía que no se desploma, pero tampoco avanza. Que resiste, pero no decide. Que funciona, sí, pero como funciona una máquina vieja: haciendo ruido y pidiendo mantenimiento constante.
León no es pobre por casualidad, ni frágil por mala suerte. Es el producto lógico de un modelo que ha preferido la comodidad de la dependencia a la incomodidad de la autonomía. Reconocerlo no es pesimismo; es higiene mental. Sus vulnerabilidades no son accidentes; están tejidas en la propia estructura de su economía, en cómo depende de factores externos para sostener lo que debería nacer de dentro. Reconocer esta fragilidad no es condena, es primer paso. Un paso para imaginar una economía con raíces, que genere empleo, que controle su energía, que produzca sus alimentos, que transforme sus propios materiales.
Si León quiere caminar con seguridad, debe mirar hacia adentro: fortalecer la industria local, diversificar los servicios, garantizar abastecimientos estratégicos, retener talento joven y preparar la transición energética y tecnológica desde sus propios recursos. Solo así podrá transformar este filo de la navaja en un puente firme, capaz de sostener a sus comunidades frente a los vientos externos y las tormentas que ya se asoman en el horizonte.