León frente al espejo...
León vive de su memoria. Y ese es, quizá, su mayor riesgo. La provincia avanza apoyada en una sola muleta económica: las pensiones. Firmes, sí. Seguras, también. Pero únicas. Y ninguna economía camina lejos si solo se sostiene en lo que ya ha sido. Más de la mitad de las rentas de los hogares leoneses provienen de jubilaciones. Es un dato frío que, sin embargo, late en conversaciones de cocina: “Mientras entre la pensión, vamos tirando”.
Es una frase inocente, pero contiene un diagnóstico entero. La economía se mantiene. No crece. Se defiende. No conquista. Sobrevive, pero no empuja.
La renta media anual —15.110 euros por persona— ha subido un 26% desde 2015. Un crecimiento aparente, casi engañoso: avanza como lo hace una sombra al caer la tarde, estirándose hacia atrás. No señala el futuro; señala el pasado. Son cifras que tranquilizan, pero que no transforman. Sostienen el consumo presente, pero no construyen actividad nueva.
Los barrios sienten el peso de esa distancia. En las plazas, en los bares, se escucha la misma preocupación: los jóvenes que se van, los talleres cerrados. Cada proyecto anunciado desde la capital tiene un efecto distante. Llega con promesas, con inauguraciones y pancartas, pero rara vez toca la realidad de quienes viven y trabajan aquí.
El modelo no es neutro. Proyectos estratégicos se presentan como soluciones, pero concentran poder y externalizan riesgos. Se multiplican adjudicaciones a actores recurrentes. Se prioriza la imagen frente al impacto. La transparencia brilla por su ausencia. Fondos públicos circulan en circuitos opacos. Los ciudadanos perciben la magnitud de la inversión, pero no saben cómo se reparte ni quién se beneficia. Cada euro ejecutado sin control local es un recordatorio de dependencia.
La dependencia de las pensiones no es solo un dato estadístico. Es un síntoma. Vecinos que ven partir a sus hijos. Jóvenes que buscan fuera lo que no encuentran en casa. Familias que sobreviven gracias a lo que otros han generado.
Esta realidad se hace más evidente cuando caminas por los pueblos y barrios. Vías recién asfaltadas que terminan en caminos vacíos. Parques y centros que parecen escaparates, mientras las necesidades reales, la formación de los jóvenes, los servicios básicos, quedan atrás. Cada inversión visible es un espectáculo; cada oportunidad invisible, un vacío. Modernización que deslumbra, pero que no fortalece.
La dependencia de las pensiones no es solo un dato estadístico. Es un síntoma. Vecinos que ven partir a sus hijos. Jóvenes que buscan fuera lo que no encuentran en casa. Familias que sobreviven gracias a lo que otros han generado. Cada hogar recuerda que la riqueza que sustenta su vida no se produce aquí. Y eso define el ritmo de la provincia, su capacidad de regeneración, su dignidad.
Mientras tanto, la provincia se encoge. No solo en población. También en ambición. En industria. En capacidad de decidir su propio rumbo. Cada año se suman más pensionistas y quedan menos trabajadores para sostenerlos. Un equilibrio frágil que la política celebra como signo de solidez, cuando es, en realidad, un aviso silencioso: sin actividad productiva, toda estabilidad es temporal.
Y las comarcas viven de una respiración asistida: la pensión del abuelo que mantiene el bar, la tienda, la calefacción, la vida. Nadie lo dice así, pero todos lo saben: una economía basada en renta pasiva es como un coche cuesta abajo.
Y, sin embargo, la paradoja es evidente. León genera energía para medio país. Agua, eólica, solar, biomasa. Un territorio capaz de alumbrar a millones. Pero no puede usar esa energía para crecer aquí. La red eléctrica está saturada. Los nudos sin capacidad. La infraestructura diseñada para llevar luz a Madrid, Bilbao o Valladolid nunca tuvo en cuenta que la provincia que produce también tendría derecho a desarrollarse.
Pero incluso en esa contradicción late una posibilidad. La saturación de la red obliga por fin a pensar distinto. A romper el pensamiento único que lleva décadas aplastando cualquier alternativa local. A dejar de esperar gigantes y apostar por lo cercano, lo manejable, lo concreto. Las microredes hoy aún inimaginables para muchos despachos podrían ser el principio de ese cambio. Sistemas energéticos locales. Pequeñas infraestructuras que conectan pueblos, barrios, polígonos. Energía generada y consumida a poca distancia. Menos dependencia. Más soberanía. Más empleo real. Más valor añadido aquí, donde se produce la riqueza.
Mientras tanto, la economía leonesa sigue apoyándose en jubilaciones que no se reproducen. Porque el empleo joven se marcha. La industria no llega. La innovación se queda en papeles.
Y las comarcas viven de una respiración asistida: la pensión del abuelo que mantiene el bar, la tienda, la calefacción, la vida. Nadie lo dice así, pero todos lo saben: una economía basada en renta pasiva es como un coche cuesta abajo. Parece avanzar, pero no tiene motor. Cuando llegue el llano, se detendrá. Y el llano se acerca.
No necesitamos milagros. Necesitamos motores. Pequeños, múltiples, diversos. Producción cercana, energía cercana, empleo cercano. Economía que nazca de la tierra que la sostiene y no de transferencias que la adormecen. Lo que está en juego no es solo energía. Es la capacidad de León para sobrevivir como territorio vivo. La política debería ver esta situación como una oportunidad para impulsar un cambio profundo: descentralizar, diversificar, permitir que los recursos generen valor aquí. Pero seguimos atrapados en una visión industrial del siglo pasado. Grandes proyectos que nunca llegan. Anuncios inflados. Obras eternas. Un estilo que sirve para ganar tiempo, no para ganar futuro.
Cada vecino, cada plaza, cada mercado es un actor. Cada decisión tomada con transparencia y participación es una inversión en futuro. Cada proyecto que combine innovación y control local es un paso hacia una economía que no solo sobrevive, sino que crece con dignidad.
Nos encontramos ante un momento de elección. Continuar dependientes de recursos externos, confiando en decisiones centralizadas y opacas, es resignarse a la periferia. Apostar por la regeneración local, por la corresponsabilidad, por la producción propia y la cohesión comunitaria, es recuperar el control sobre su destino. Entre la ilusión de la modernidad mediática y la realidad de la economía cotidiana, la provincia debe elegir su camino.
Cada vecino, cada plaza, cada mercado es un actor. Cada decisión tomada con transparencia y participación es una inversión en futuro. Cada proyecto que combine innovación y control local es un paso hacia una economía que no solo sobrevive, sino que crece con dignidad. La vida no puede esperar a que otros decidan por León. El calor de esta tierra no saldrá de políticas diseñadas a distancia, sino de la fuerza de quienes la habitan.
Necesitamos construir nuestro propio relato económico. Uno donde la modernización no sea espectáculo vacío, donde los proyectos visibles reflejen beneficios tangibles, y donde cada inversión sea un paso hacia la autonomía. Solo así podrá transformar su realidad: de reflejo de dependencia a símbolo de resiliencia.
Y quizás ahí esté la verdadera pregunta: ¿queremos seguir siendo periferia, observando cómo otros deciden por nosotros? ¿O estamos dispuestos a tomar la palabra, a generar riqueza propia, a sostener nuestra comunidad, a dar calor real a nuestra tierra? La respuesta definirá el futuro de León en las próximas décadas. León tiene pasado. Tiene fuerza. Solo necesita algo más difícil: futuro. Y ese futuro empieza donde empieza todo lo vivo: cerca, pequeño, concreto y real.