El impagable espectáculo del supermercado
El supermercado es ese curioso escenario donde lo cotidiano se transforma, sin previo aviso, en un espectáculo digno del Circo Price. Todo empieza nada más cruzar la puerta, con la primera gran batalla: encontrar un carrito que no esté mutilado y que, a ser posible, no tenga vida propia ni te arrastre contra las estanterías de la panadería.
Superado ese desafío inicial —toda una proeza— comienza la ansiada travesía. O la odisea, según se mire. Te adentras en una jungla de ofertas, cual Indiana Jones de pasillo en pasillo, donde los precios parecen jugar al escondite con los productos. A veces coinciden; en otras no queda más remedio que preguntar.
Y ahí llega el siguiente reto: localizar a un dependiente, ese mítico ser de uniforme. Inicias un recorrido trepidante con la esperanza de toparte con uno, pero solo encuentras a otros náufragos del consumo, con la misma mezcla de desesperación y resignación de quien lleva quince minutos intentando averiguar cuánto cuestan los garbanzos.
Siempre hay alguien que, cuando parece que ya ha terminado, recuerda que aún le faltan las chuletas de la cámara o ese kilo de boquerones que hay que limpiar uno por uno
Si la suerte te sonríe, quizás consigas finalmente dar con alguien del personal. Pero cuidado: es más que probable que no sea la persona adecuada y te envíe a buscar a un compañero que bien podría ser el amigo invisible.
Al final tomas una decisión temeraria: coger el producto por tu cuenta y riesgo. Sobre todo, riesgo, porque la verdadera sorpresa llegará cuando pase por caja. Adelanto: no será buena.
Vencido ese escollo aparece otro momento memorable: la espera en la carnicería o en la pescadería. ¿Será por número? ¿Por turno? ¿Por arte de colarse? Una vez descifrado el método, no queda otra que emular al Santo Job. Siempre hay alguien que, cuando parece que ya ha terminado, recuerda que aún le faltan las chuletas de la cámara o ese kilo de boquerones que hay que limpiar uno por uno. Y, por supuesto, nunca faltan los espabilados que intentan colarse y a quienes hay que recordarles, con amabilidad forzada, que uno lleva allí desde la inauguración del puesto.
Al final cruzas la línea de cajas como quien pasa bajo la bandera de cuadros en un gran premio. No hay aplausos ni podio.
Ya con todo en el carro —y un dolor de cabeza proporcional a la aventura— afrontas el clímax final: la caja. Las colas se eternizan, el tiempo se detiene y siempre aparece algún despistado que ha olvidado pesar la fruta. En medio de la avalancha, anuncian la apertura de otra caja “por orden de fila”. Eres el primero, avanzas hacia la libertad… y justo entonces aparece un Fernando Alonso que te adelanta por la izquierda.
Al final cruzas la línea de cajas como quien pasa bajo la bandera de cuadros en un gran premio. No hay aplausos ni podio. Solo el pitido indiferente del lector de códigos marcando tu pequeña victoria personal.
Al salir, comprendes que el supermercado no es solo un lugar para hacer la compra, es un teatro de lo cotidiano, una tragicomedia en la que cada visita es una aventura irrepetible. Y tú, quieras o no, eres el protagonista involuntario de una función que se renueva cada semana. Con nuevo reparto, nuevo guion… y la misma épica de siempre.