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El teatro de la vida simulada

Cuando manifestarse por una paz que ya existe revela el verdadero propósito del activismo contemporáneo

En la tradición del teatro clásico existe una figura cómica que los dramaturgos reservan para momentos de ironía suprema: el personaje que irrumpe en escena desconocedor de que la trama ha dado ya un vuelco decisivo, y pronuncia con solemnidad parlamentos que el público sabe obsoletos antes incluso de ser declamados. Si Orwell viviera para presenciar el espectáculo del 9 de octubre en León, probablemente lo consideraría demasiado grotesco incluso para sus ficciones más pesimistas.

La plataforma 'Llión col puebru palestín' convocó ese día una concentración en Casa Botines para exigir un alto el fuego en Gaza. El detalle que convierte el gesto en farsa involuntaria es que, esa misma tarde, Donald Trump, Benjamin Netanyahu y la cúpula de Hamás anunciaban el acuerdo de paz que ponía fin a dos años de guerra. No contentos con este ejercicio de anacronismo político, los organizadores reincidieron y han convocado para el 15 de octubre huelgas estudiantiles y paros laborales, como actores que continúan su performance mucho después de que el público haya abandonado la sala.

Uno casi puede admirar la dedicación. Incluso cuando la realidad se niega a cooperar con la narrativa, el espectáculo debe continuar. Porque —y aquí reside la verdad incómoda que esta farsa revela— Gaza nunca fue realmente el objetivo. Era el decorado, el contexto necesario, el escenario perfecto para el verdadero propósito: la movilización misma, la experiencia orgásmica de sentirse virtuoso, la satisfacción moral de haber "hecho algo" sin la molesta obligación de lograr nada concreto.

La Geometría Variable de la Indignación

Hannah Arendt escribió que el lenguaje político corrompido no solo enmascara la realidad, sino que la reconfigura en la mente de quienes lo emplean. Existe hoy una aritmética de la indignación que opera según principios tan predecibles como reveladores: ciertos escándalos detonan dimisiones fulminantes, manifestaciones masivas y semanas de portadas. Otros —frecuentemente más graves en consecuencias humanas reales— generan un silencio que solo puede describirse como cómplice.

Consideremos dos casos que ilustran esta geometría moral con claridad brutal. En septiembre de 2025 se reveló que las pulseras telemáticas destinadas a proteger a mujeres víctimas de violencia machista fallaban sistemáticamente un día de cada tres. Pensemos con honestidad en lo que esto significa: un sistema cuya única razón de existir es marcar la diferencia entre la vida y la muerte de mujeres en situación de extrema vulnerabilidad simplemente no funcionaba. Las alarmas no se activaban cuando debían. La geolocalización erraba. Las baterías se agotaban sin previo aviso. Era, en efecto, una ruleta rusa electrónica para mujeres maltratadas.

¿Consecuencias? El Ministerio de Igualdad —que existe, nos aseguran, precisamente para estas cuestiones— prometió "mejoras en el sistema". Sin dimisiones. Sin investigaciones serias. Sin organizaciones feministas bloqueando calles. La noticia desapareció del ciclo informativo en menos de cuarenta y ocho horas, como si proteger la vida de estas mujeres fuera un asunto técnico menor, perfectible con el tiempo, no una emergencia moral que debería haber generado dimisiones en cadena.

Contrastemos esto —y aquí la hipocresía alcanza dimensiones casi cómicas— con el escándalo andaluz de las mamografías en octubre de 2025. Retrasos en protocolos de citación, algunas mujeres sin ser convocadas a tiempo para revisiones. Un problema serio que merece corrección y responsabilidades. La consejera de Salud, Catalina García, dimitió en días. Investigaciones. Comparecencias parlamentarias. Portadas durante semanas. Organizaciones feministas exigiendo cabezas.

La pregunta se impone con la fuerza de lo evidente: ¿por qué un fallo en protocolos de citación provoca dimisión fulminante mientras que fallos sistemáticos en dispositivos que protegen vidas pasan con un comunicado de prensa? La respuesta es tan sencilla como devastadora: porque el color político del gobierno determina qué escándalos importan y cuáles deben ser minimizados, contextualizados, olvidados. En Andalucía gobierna el Partido Popular y el escándalo puede explotarse. En Madrid gobierna el PSOE y el escándalo resulta inconveniente para la narrativa del "gobierno más feminista de la historia".

Esta no es una sutileza interpretativa. Es la aplicación sistemática de lo que Orwell llamaría "doublethink": la capacidad de sostener simultáneamente dos estándares contradictorios dependiendo de quién comete el acto. No estamos ante complejidad política. Estamos ante hipocresía pura, destilada hasta su esencia más concentrada. Y el hecho de que esto ya ni siquiera genere sorpresa es quizás más deprimente que la hipocresía misma.

El Eslogan que Nadie Se Atreve a Traducir Honestamente

Permítanme ahora dirigir la atención hacia un asunto que revela, mejor que cualquier análisis, la corrupción moral del activismo contemporáneo. Me refiero al eslogan "From the river to the sea, Palestine will be free", coreado con entusiasmo en las calles leonesas como en campus universitarios de medio mundo occidental.

La traducción es elemental: "Desde el río hasta el mar, Palestina será libre". El río es el Jordán. El mar es el Mediterráneo. Entre ambos está la totalidad del Estado de Israel. No es una cuestión interpretativa. Es geografía de primaria. Cuando se exige que Palestina sea libre en ese territorio completo, se está pidiendo, necesaria y lógicamente, la desaparición de Israel. Y cuando se pide la desaparición del Estado de Israel, se está pidiendo la expulsión o eliminación de sus nueve millones de habitantes, la mayoría judíos.

Esto tiene un nombre en el derecho internacional. Se llama genocidio. No es retórica. No es interpretación hostil. Es la definición precisa del término según la Convención de 1948. Hamás lo incorporó a su carta fundacional precisamente por eso: no es ambiguo sobre sus intenciones. El American Jewish Committee lo cataloga como antisemita cuando implica "el borrado del Estado de Israel". Universidades como Harvard y Columbia lo han condenado. Alemania lo ha prohibido y declarado punible. Austria ha cancelado manifestaciones por incluirlo. Holanda lo considera incitación directa a la violencia.

Lo fascinante —fascinante en el sentido en que uno puede encontrar fascinante una colonia de hongos creciendo en un cadáver— es la gimnasia mental que permite a personas razonables gritar un eslogan que literalmente pide un genocidio mientras se consideran campeones de los derechos humanos. Es "doublethink" orwelliano en su forma más pura: oponerse al genocidio mientras se pide el genocidio, siempre que las víctimas sean judíos y el eslogan suene suficientemente progresista.

Muchos de quienes lo corean probablemente desconocen su significado preciso. Son militantes bien intencionados, pero intelectualmente perezosos que repiten consignas sin examinarlas, como devotos religiosos recitando mantras cuyo significado original se perdió hace siglos. Esto es comprensible, aunque no perdonable. Lo absolutamente imperdonable es que los organizadores, que sí conocen perfectamente el significado, continúen promoviendo un eslogan genocida mientras se presentan como activistas humanitarios.

Y no, no me importa si esto ofende sensibilidades progresistas. La verdad tiene esa molesta tendencia a ofender. Existe una palabra para describir a aquellos que se oponen al genocidio mientras simultáneamente piden un genocidio: antisemitas. Es hora de llamar las cosas por su nombre.

Gaza como Opio del Pueblo Progresista

Marx escribió que la religión es el opio del pueblo. Si viviera hoy, probablemente escribiría que Gaza es el opio del progresista occidental. Cumple exactamente la misma función: proporciona una sensación de propósito y significado moral sin requerir ningún esfuerzo real, ningún sacrificio genuino, ningún compromiso con resultados medibles. Es perfecta precisamente porque está lo suficientemente lejos como para que nadie pueda verificar si tus acciones tienen algún impacto, pero lo suficientemente presente en los medios como para que puedas sentirte heroico por una tarde.

El patrón es tan evidente que solo la más deliberada ceguera voluntaria puede no verlo. Mientras la izquierda leonesa se manifestaba el 9 de octubre, en Madrid se acumulaban los casos de corrupción: Begoña Gómez y su hermano imputados, Santos Cerdán en prisión, José Luis Ábalos imputado, el Fiscal General del Estado bajo investigación. Según diversas fuentes, cerca de dos mil millones de euros en fondos públicos están comprometidos en tramas vinculadas al entorno del PSOE.

Cuando los escándalos ocupan las portadas durante demasiado tiempo, cuando las investigaciones judiciales se acercan peligrosamente al círculo del poder, Gaza reaparece mágicamente en el horizonte político. No estoy sugiriendo necesariamente una conspiración coordinada —aunque en algunos casos claramente lo es. Estoy señalando algo peor: la existencia de un sistema de incentivos tan perfectamente alineado que la coordinación explícita ni siquiera es necesaria. Cada actor —políticos, activistas, medios— sabe exactamente qué papel jugar.

Gaza funciona como cortina de humo perfecta porque todos los involucrados tienen razones independientes para que funcione. Los políticos desvían la atención de su corrupción. Los activistas profesionales justifican sus subvenciones. Los medios progresistas tienen contenido emocionalmente satisfactorio. Y los manifestantes obtienen la satisfacción moral de haber "hecho algo" sin la molestia de lograr nada concreto.

Es activismo como distracción. Movilización como terapia. Política como performance teatral. No se trata de resolver el conflicto palestino-israelí —algo que requeriría políticas concretas, compromisos difíciles, comprensión matizada de complejidades geopolíticas. Se trata simplemente de tener una causa que permita sentirse moralmente superior mientras se ignoran los problemas reales, cercanos, que sí podríamos resolver si nos molestáramos en intentarlo.

El Gran Derrotado que Nadie Menciona

El acuerdo de Gaza tiene un significado geopolítico que la izquierda española ha decidido colectivamente no mencionar, como una familia victoriana decidiendo no hablar del tío alcohólico en la cena de Navidad. Me refiero a quién ha quedado completamente excluido del proceso de paz: la República Islámica de Irán.

El régimen de los ayatolás ha sido durante décadas el titiritero que financia, arma, entrena y dirige a Hamás, Hezbolá, las milicias hutíes y media docena de organizaciones terroristas. La guerra por delegación ha sido su estrategia predilecta porque combina máxima desestabilización regional con mínima responsabilidad directa. Es terrorismo con denegabilidad incorporada.

El acuerdo, respaldado por Qatar, Egipto, Turquía, Emiratos Árabes Unidos, Arabia Saudí y Jordania, representa más que un alto el fuego. Representa un realineamiento geopolítico fundamental: el mundo árabe suní moderado, harto de décadas de manipulación iraní, ha decidido apostar por la estabilidad regional frente al expansionismo chiíta. Es, efectivamente, el aislamiento diplomático del régimen de Teherán.

Para la izquierda española, reconocer esta realidad destruiría completamente la narrativa vendida durante meses. Nos dijeron que Israel era el agresor genocida, que Hamás representaba la resistencia palestina legítima, que el conflicto era fundamentalmente una cuestión de ocupación y derechos humanos. Admitir ahora que el verdadero problema era Irán, que Hamás no es más que un proxy terrorista controlado desde Teherán, que el mundo árabe moderado busca la paz precisamente para contrarrestar la influencia iraní... esto requeriría un nivel de honestidad intelectual del que simplemente carecen.

Es infinitamente más fácil seguir manifestándose que admitir una verdad incómoda: Trump, Netanyahu y los países árabes moderados han conseguido en meses lo que la izquierda no logró en décadas de postureo moral. Han sentado las bases reales para terminar el conflicto. La ironía es tan deliciosa que casi compensa el disgusto que produce todo el asunto.

El Aborto: La Próxima Bandera de la Crispación Permanente

Conviene prepararse para lo que viene, porque el guión ya está escrito con precisión. Cuando Gaza deje de servir como herramienta de movilización —y dejará, porque la paz es mala para el negocio del activismo perpetuo— necesitarán una nueva causa. El aborto se perfila como candidato perfecto.

Tiene todas las características necesarias: emocionalmente explosivo, fácilmente simplificable en eslóganes, con base militante garantizada, suficientemente divisivo para mantener la movilización permanente. Cada vez que un político conservador o liberal exprese cualquier reserva sobre la regulación vigente, se activará la maquinaria de indignación. "La derecha quiere controlar nuestros cuerpos". "Vuelve el franquismo". "Nos arrebatan derechos". Los eslóganes aguardan listos, las pancartas preparadas, las manifestaciones pre-convocadas.

No importará que en la mayoría de democracias europeas existan regulaciones más restrictivas que la española sin que eso las convierta en teocracias. No importará que países como Alemania, Italia o Polonia tengan marcos legales más conservadores. Cualquier discrepancia con el maximalismo abortista será presentada como un ataque frontal a los derechos fundamentales de las mujeres.

Es la estrategia perfecta para una izquierda que ha perdido el rumbo en economía, carece de respuestas coherentes sobre inmigración, fracasa en seguridad ciudadana. Solo le quedan las guerras culturales. Y las guerras culturales requieren enemigos constantes, batallas perpetuas, movilización permanente. No se trata de resolver problemas. Se trata de tener problemas que mantener. Porque cuando todo es una emergencia, cuando todo es una guerra, ya no hay que rendir cuentas sobre los resultados concretos. Basta con estar "del lado correcto de la historia" y señalar al enemigo.

La Elección entre la Paz y el Conflicto Perpetuo

El 9 de octubre existían dos opciones moralmente coherentes. Una era celebrar que después de dos años de guerra, dos años de bombardeos, dos años de sufrimiento para millones de personas, finalmente existía un acuerdo de paz. Que los rehenes israelíes retornarían con sus familias después de más de setecientos treinta días de cautiverio. Que prisioneros palestinos serían liberados. Que la ayuda humanitaria fluiría sin restricciones: seiscientos camiones diarios. Que existía un camino tangible, por imperfecto que fuera, hacia un futuro menos violento, con reconstrucción supervisada por Egipto, Qatar y Naciones Unidas.

La otra opción era rechazarlo porque no encajaba en el esquema ideológico prefabricado. Porque admitir que Trump —Trump!— y Netanyahu habían logrado algo positivo resultaba psicológicamente insoportable. Porque reconocer el papel constructivo de los países árabes moderados complicaba la narrativa simplista de Israel como villano único y absoluto.

La izquierda leonesa eligió la segunda opción. Por supuesto que la eligieron. Porque nunca se trató realmente de ayudar a nadie en Gaza. Se trataba de cómo nos hace sentir a nosotros manifestarnos por Gaza. Se trataba de la satisfacción moral de haberse presentado, de haber sostenido una pancarta, de haber coreado las consignas correctas, de haber subido las fotos apropiadas a las redes sociales.

Es narcisismo disfrazado de altruismo. Vanidad vestida de virtud. Masturbación moral disfrazada de activismo político. Es el teatro de la virtud simulada en su forma más pura: completamente desconectado de resultados, enteramente centrado en la representación. Y quizás eso sea lo más revelador de todo. El espectáculo debe continuar porque el espectáculo es el objetivo.

El Regreso al Teatro Griego

Volvamos a esa figura del teatro clásico: el personaje que llega tarde pronunciando parlamentos obsoletos. En la comedia griega, ese personaje generaba risa. En León, el 9 de octubre, generó algo más complejo: una mezcla de perplejidad, tristeza y esa particular forma de disgusto que produce presenciar a personas inteligentes atrapadas en una farsa de su propia creación.

Porque al final, como observó Orwell en uno de sus mejores ensayos, el verdadero problema con los intelectuales de izquierda no es que sean tontos —muchos son notablemente inteligentes— sino que su vanidad les impide ver lo que está frente a sus narices. Tienen razones independientes para no ver. El sistema de incentivos está perfectamente alineado para la ceguera voluntaria.

Y continuarán manifestándose, porque el teatro debe continuar. Continuarán gritando por un alto el fuego que ya existe. Continuarán usando Gaza como cortina de humo conveniente mientras sus líderes políticos comparecen ante jueces por casos de corrupción. Las causas cambiarán —el aborto ya aguarda en bambalinas— pero la dinámica permanecerá idéntica.

Mientras tanto, León tiene problemas reales que necesitan soluciones reales. España también. Despoblación, inmigración, conectividad, tejido productivo, competitividad económica. Problemas concretos, medibles, resolubles con políticas serias. Pero esos problemas no generan las mismas fotos para Instagram, no producen la misma satisfacción moral, no permiten sentirse héroe sin tener que hacer nada verdaderamente heroico.

Si esto les parece demasiado duro, demasiado cínico, demasiado poco caritativo con las buenas intenciones de los manifestantes... permítanme ser perfectamente claro: ya no me importan las buenas intenciones. El infierno está pavimentado con ellas. Lo que importa son los resultados. Y los resultados aquí son exactamente cero. Menos que cero, de hecho, porque mientras se manifestaban por una paz que ya existía, estaban coreando eslóganes que literalmente piden genocidio.

Eso no es activismo. Es farsa. Y es hora de llamarlo por su nombre. León merece una política más seria, más honesta, menos teatral. España también. Ambas merecen que se les devuelva la dignidad de un debate público donde las causas respondan a convicciones genuinas y no a cálculos electorales, donde las movilizaciones obedezcan a necesidades reales y no a estrategias de distracción, donde la solidaridad sea auténtica y no mero espectáculo de la virtud.

El personaje del teatro griego que llega tarde pronunciando parlamentos obsoletos no genera solo risa. Genera también una profunda tristeza por el tiempo perdido, por las oportunidades desaprovechadas, por la incapacidad de adaptarse a una realidad que avanza inexorable mientras algunos insisten en representar, una y otra vez, la misma obra caduca ante un público cada vez más reducido y desencantado.

El telón ha caído. La obra ha terminado. Pero los actores siguen en escena, recitando sus líneas para una sala vacía. Y si esto no es tragedia disfrazada de comedia, no sé qué lo es.