El tiempo

La hora de encender lo cercano

El apagón del 28 de abril no fue un accidente menor. Fue una lección dura y doméstica...
Vecinos de Ponferrada, asomados a  las ventanas, durante el apagón. Foto: César Sánchez
Vecinos de Ponferrada, asomados a las ventanas, durante el apagón. Foto: César Sánchez

El apagón del 28 de abril no fue un accidente menor. Fue una lección dura y doméstica, de esas que llegan a las casas con olor a velas, neveras detenidas, semáforos convertidos en estatuas, cajeros que no dan dinero, compras solo en metálico, vecinos asomados a las ventanas con el gesto torcido. Lo inquietante no fue solo la oscuridad, sino la sensación, de que podía volver a pasar. Y no por falta de energía, sino porque el sistema que debería trasladarla está envejecido, desbordado, atrapado en un diseño hecho para un país que ya no existe. Un tirón brusco que dejó a la red al descubierto, sin maquillaje.

La transición energética, ese relato brillante que se vende como un viaje hacia un futuro limpio tiene poco de travesía idílica. En la vida real es un equilibrista caminando sobre un cable que se tensa demasiado. Centrales que cierran, parques solares y eólicos que crecen sin pausa, y un sistema eléctrico que intenta absorberlo todo como buenamente puede… y a veces no puede. Durante décadas construimos una red pensada para un país de grandes centrales: un mando central enviaba energía a los hogares como quien reparte agua desde un depósito único. Era lógico para un tiempo de chimeneas, carbón y gas.

Hoy hay miles de puntos de generación, con una producción que sube y baja como un pulso acelerado: días de viento que empujan la eólica al máximo, tardes de sol que disparan la fotovoltaica, noches sin nada

Pero el mundo cambió más rápido que la red encargada de sostenerlo. Hoy hay miles de puntos de generación, con una producción que sube y baja como un pulso acelerado: días de viento que empujan la eólica al máximo, tardes de sol que disparan la fotovoltaica, noches sin nada. La renovable vibra, oscila, se comporta como un organismo vivo. Y un sistema rígido, que no se ha modernizado lo suficiente y que sigue gobernado desde arriba, no está preparado para seguirle el ritmo.

Lo que tampoco se cuenta: los nuevos modelos renovables, tan dispersos como intensivos, están provocando apagones justo en las zonas que más energía producen. Pasa en comarcas eólicas de Galicia, cuando los picos de generación saturan líneas incapaces de tragarlo todo. Pasa en zonas solares de Extremadura, donde la red se tambalea en días de máxima producción. El apagón del 28 lo mostró con la frialdad de los hechos: el sistema que debería protegernos es más verde, sí, pero también más frágil. Más sensible. Un sistema que presume de futuro, pero que, cuando uno se acerca demasiado, parece respirar con dificultad.

Miguel de Simón, ingeniero eléctrico de la Universidad de León, lo dijo sin adornos: “El riesgo cero no existe. Mientras no se implementen medidas estructurales, las posibilidades de nuevos colapsos son reales”. No es un mensaje de alarma; es una invitación, casi un consejo: ¿qué medidas estructurales necesitamos?

La gente de aquí lo entiende a su manera. El panadero que amasa antes de que salga el sol sabe que una noche sin luz es una pérdida. La mujer que cuida a su madre dependiente teme que otro apagón sea más que una molestia. El autónomo que mantiene un pequeño taller sabe que cada corte eléctrico es un recordatorio de su vulnerabilidad. Todos preguntan lo mismo: “¿Volverá a pasar?”.

Los técnicos responden que sí, que es posible. Y lo es porque la red arrastra retrasos evidentes, normas viejas y sobrecargas nuevas. El Gobierno anuncia inversiones para reforzar grandes líneas y subestaciones. Pero regar un par de troncos no revive un bosque seco. El problema es sobre todo la arquitectura centralizada, en un sistema que no deja que lo pequeño se defienda cuando lo grande falla.

Y una red eléctrica saturada, incapaz de crecer, solo añade más peso al freno. Una provincia que vive del sostén público necesita, más que ninguna, un motor nuevo. Uno propio. Uno que no dependa de nadie.

Ahí aparece una palabra que aún incomoda a algunos y, sin embargo, tiene todo el sentido: microredes.

Una microred es, en esencia, una comunidad que decide no vivir pendiente de una línea situada a decenas de kilómetros. Produce parte de su electricidad, la gestiona, la almacena. Puede aislarse si la red general cae. No es ideología: es supervivencia práctica. Europa lo hace desde hace años. España empieza a intentarlo.

Y este territorio con espacio, recursos, experiencia energética y una economía frágil que se sostiene con miles de pensiones y salarios públicos tiene todas las condiciones para ser laboratorio de este modelo. Esa dependencia silenciosa apenas se menciona, pero atraviesa todo: sin actividad económica propia, el futuro se estrecha. Y una red eléctrica saturada, incapaz de crecer, solo añade más peso al freno. Una provincia que vive del sostén público necesita, más que ninguna, un motor nuevo. Uno propio. Uno que no dependa de nadie.

Los primeros pasos ya existen: paneles solares en edificios públicos, polideportivos que producen parte de lo que consumen, proyectos europeos que experimentan con almacenamiento y gestión digital. Son destellos, semillas. Muestran que otra lógica es posible.

¿El freno? No es la técnica. Es la ley. Una normativa que sigue pensando en un consumidor aislado, no en una comunidad que coopera. Reglas que llenan de trámites lo sencillo, que dificultan compartir energía, que sospechan de lo pequeño. Un marco que actúa como un peaje caro y lento. El cambio real exige tres pasos: reconocer legalmente las microredes, simplificar el autoconsumo compartido e impulsar el almacenamiento local. No es una revolución: es que el territorio se ponga a la altura de su propio siglo.

El apagón de abril fue un aviso. Una grieta por la que entró luz. Un recordatorio de que no basta con cambiar las fuentes: hay que cambiar la lógica. Pasar de lo central a lo cercano. De lo masivo a lo pequeño. De la dependencia a la autonomía. Este territorio tiene historia, condiciones y sentido común para ser ejemplo de autonomía local. La pregunta ya no es si puede hacerlo. La pregunta es si se atreverá. Si pasará de depender a decidir. De apagarse a encenderse por dentro. De ser nodo a ser cerebro.
Porque cuando la energía se genera, se gestiona y se comparte desde el propio territorio, la luz deja de ser un simple interruptor. Pasa a ser algo más profundo: una forma de independencia. Una manera de sostener la dignidad. Un primer paso necesario para construir, de verdad, un futuro posible.