La dictadura de la línea

Casi toda la sociedad occidental, y en especial la europea, asumió que la planificación estatal socialista si se podía aplicar a las políticas públicas, en ningún momento se usó ni un minuto para considerar que estas planificaciones conllevan en esencia ir en contra de las libertades individuales.
Con estas medidas se ha anulado silenciosamente el derecho fundamental a la propiedad privada y de rebote ha contribuido en parte a condenar a una generación entera a la servidumbre habitacional
Señores, asistimos al mayor robo de un derecho elemental y con ello a las libertades individuales de la historia moderna.
Y lo más perverso es que lo hemos consentido en nombre del "bien común", la "armonía urbana" y otros eufemismos con los que siempre se ha justificado la tiranía.
Han conseguido lo que ningún dictador logró jamás: anular completamente el derecho a la propiedad privada sin disparar un solo tiro, sin declarar estado de excepción, sin campos de concentración. Solo con papel sellado, funcionarios y la paciencia infinita de una sociedad que ha confundido civilización con sumisión.
Nos han robado el derecho más básico del ser humano libre: decidir qué hacer en nuestra propia tierra.
Y mientras nosotros discutimos el color de nuestras fachadas con comités técnicos municipales, en algunos otros países, para que nos sirva de referencia, han entendido que la libertad individual es la base de la prosperidad colectiva.
La traición de las generaciones
Miren a su alrededor. Una generación entera de jóvenes europeos condenada a vivir con sus padres hasta los treinta y cinco años. No por crisis económica, no por falta de trabajo. Por la imposibilidad absoluta de acceder a una vivienda debido entre otros factores a la regulación más asfixiante que jamás haya parido la mente burocrática occidental.
Si bien es cierto que factores como la financiación de la vivienda o la precariedad salarial contribuyen a la crisis, la asfixiante red regulatoria es el gran acelerador silencioso del problema; un factor sobre el que, a diferencia de otros, podemos actuar de forma directa y decidida para liberar la oferta y devolver la asequibilidad al mercado
Es la primera generación en siglos que vivirá peor que sus padres. Y no por guerra, hambruna o peste. Por regulación.
En Madrid, tres millones y pico de habitantes, se construyen apenas 10.000 viviendas al año.
En Tokio, con catorce millones de almas, construyen entre 130.000 y 140.000. ¿La diferencia? Los japoneses entienden que la propiedad privada es un derecho absoluto, no un privilegio que concede graciosamente el Estado.
Su sistema es de una simplicidad revolucionaria: "Solo se prohíbe expresamente lo que no se puede construir." Punto. Sin comités de estética. Sin estudios de impacto cromático. Sin que los vecinos tengan derecho de veto sobre tu ventana. Si no está prohibido, está permitido. Una máxima liberal que en Europa hemos olvidado por completo.
El resultado: vivienda asequible en Tokio (4,7 veces el salario medio) e inaccesible en Europa (11 veces en Londres).
El totalitarismo de la línea recta
Observen nuestras ciudades. Todas iguales. Todas diseñadas por los mismos arquitectos municipales que aplican los mismos PGOU o normas subsidiarias provinciales o criterios estéticos lineales a Santander y a Sevilla, a Bilbao y a Badajoz. Hemos creado ciudades lineales, uniformes, sin alma, donde cada calle parece el calco de la anterior, donde se prioriza la optimización del movimiento de los vehículos por encima de cualquier otra consideración.
¿Por qué? Porque hemos diseñado un sistema donde las decisiones sobre el patrimonio de los ciudadanos recaen en un aparato burocrático que, por su propia naturaleza, está incentivado para minimizar riesgos, aplicar la norma de forma rígida y evitar la innovación, resultando en una mediocridad planificada.
En cualquier pueblo —247 habitantes, tres vacas y un perro— se aplican las mismas normas subsidiarias o propias que define la misma ley que define las de Madrid. Si Tomás quiere cambiar el color o la forma de su granero necesita la aprobación de una comisión técnica intermunicipal que tardará 18 meses en decidir. Porque el BOE sabe mejor que Tomás qué aspecto debe tener la propiedad que heredó de su padre.
Esto no es urbanismo. Es colonialismo burocrático.
Once licencias diferentes para construir una casa, pero hasta 47 posibles. El coste burocrático representa el 9,5% del proyecto total. En una vivienda de 50.000 euros, 4.750 euros en tasas y otros gastos de burocracia por el privilegio de que te digan dónde puedes construir en tu propia parcela.
Es un saqueo.
Pero no se limita al dinero. Es el saqueo de la libertad, de la creatividad, del derecho básico a configurar tu espacio vital según tus necesidades y deseos. Han convertido la construcción de una vivienda en un vía crucis burocrático donde cada estación es una humillación más al propietario.
Las llamadas "alineaciones oficiales" son líneas trazadas por funcionarios para determinar dónde acaba lo tuyo y empieza lo de "todos." Más arbitrarias que las fronteras coloniales, estas líneas pueden declarar tu casa "fuera de ordenación" y eso sin que tu construcción ocupe ni un milímetro del espacio público, la línea es la frontera y la que va a orientar y dirigir tu libertad.
La libertad suiza: otro ejemplo que nos niegan
En Suiza, "la construcción a voluntad funciona y crea espacios realmente propios" sin que se desplome la civilización occidental. Sus 26 cantones compiten por atraer residentes ofreciendo mayor libertad constructiva. Los municipios retienen los impuestos que recaudan, así que tienen incentivos reales para atraer pobladores, no para expulsarlos con regulaciones kafkianas.
En el cantón de Zug funcionan 23 start-ups por cada 1.000 habitantes frente a las 6 de Zurich. ¿La diferencia? Flexibilidad regulatoria y fiscal. Libertad real para decidir sobre tu propiedad y tu negocio.
El resultado de esta herejía liberal es catastrófico: una de las mejores calidades de vida del planeta.
Sus ciudadanos deciden por referéndum las políticas de densificación urbana. La democracia directa aplicada al urbanismo. Los propios habitantes, no los burócratas, determinan cómo quieren que sean sus ciudades.
El ejemplo japonés: cuando la libertad funciona
El sistema japonés opera con 12 zonas nacionales estandarizadas donde los usos se acumulan por niveles de compatibilidad. En once de estas doce zonas están permitidos los usos mixtos. No existe la distinción kafkiana entre vivienda unifamiliar y multifamiliar. Un pequeño comercio puede convivir con apartamentos. Una oficina doméstica no requiere cambio de zonificación.
Si cumples las normas objetivas, la construcción es automáticamente aprobada. No hay discrecionalidad municipal. No hay "estudios de impacto visual" subjetivos. No necesitas que te evalúen "el color más adecuado para el entorno".
Los vecinos no tienen derecho de veto sobre lo que construyas en tu propiedad. Si no está expresamente prohibido, está permitido. Punto final.
El resultado: Tokio construye más viviendas anualmente que todo el estado de California. Entre 1995 y 2015 construyó una media de 155.000 viviendas nuevas cada año. Actualmente sigue construyendo más de 130.000 viviendas anuales.
El control social enmascarado
Ya no estamos hablando de urbanismo. Estamos ante control social puro ejercido a través de ordenanzas municipales.
Se pueden aprobar ordenanzas como la que multa por jugar al dominó (contaminación acústica).
En otra ordenanza multa de 750 euros por permitir que los niños jueguen en la calle.
En múltiples municipios: sanciones por la inclinación incorrecta de las persianas, por colgar mal una fregona, por el color no autorizado de las fachadas.
Existen funcionarios cuyo trabajo —pagado con nuestros impuestos— consiste en medir el ángulo de nuestras persianas.
Cada calle tiene su línea predeterminada por arquitectos municipales que viven en las afueras, conducen coches oficiales y deciden cómo debe ser nuestra vida cotidiana. Gente que probablemente jamás vivirá en esas casas ni pagará esas facturas determina cómo debemos vivir quienes sí las habitamos y las pagamos.
La revuelta necesaria
Los teóricos de la elección pública lo han demostrado científicamente: cuando los funcionarios pueden decidir discrecionalmente sobre la propiedad ajena, anteponen sus intereses y los de grupos de presión organizados sobre los del propietario individual.
Es estructural. Es inevitable. Es la naturaleza del poder burocrático.
¿La solución? Quitarles ese poder.
Devolver a los propietarios el derecho fundamental a decidir sobre sus propiedades. Limitarse a prohibir lo que realmente daña a terceros —la fábrica química junto al colegio— y dejar el resto a la libertad individual y la responsabilidad personal.
Nos han robado la libertad de construir espacios propios, únicos, diversos. El resultado está a la vista: ciudades grises, lineales, sin personalidad, donde cada barrio es el calco aburrido del anterior.
El precio de la sumisión
Europa ha conseguido democratizar la miseria habitacional. Hemos convertido el acceso a la vivienda en un privilegio para ricos mientras Tokio lo mantiene como un derecho para todos.
Mientras Tokio construye el futuro con normas del sentido común, Europa legisla el pasado con normas del sinsentido regulatorio.
Una generación entera hipotecada. No económicamente —que también—, sino existencialmente. Jóvenes de treinta y cinco años viviendo con sus padres. No por elección, no por tradición familiar. Por imposibilidad absoluta de acceder a una vivienda propia.
Es el mayor fracaso social de la Europa moderna.
La reconquista de la libertad
La dictadura de la línea no es una metáfora. Es la realidad cotidiana de millones de europeos que han visto confiscado su derecho más básico: decidir cómo vivir en su propia casa.
Ha llegado el momento de decir basta. De exigir que nos devuelvan lo que nunca debieron quitarnos. El derecho a construir, a crear, a dar forma a nuestros espacios vitales según nuestras necesidades y deseos.
Que nos devuelvan nuestras ciudades. Que nos devuelvan nuestras casas. Que nos devuelvan nuestra libertad y nuestro derecho a la propiedad privada absoluto sin apellidos sin funciones que no sean la de nuestra propia voluntad.
Porque al final, señores, la dictadura de la línea no trata de urbanismo. Trata de quién es libre y quién es siervo. De quién decide y quién obedece. De quién construye su vida y quién la sufre según designios ajenos.
En Europa hemos elegido ser siervos. Es hora de recordar cómo se es libre.