Dos años del 7 de octubre: recordando quién fue el agresor

Cuando la guerra deja de llamarse por su nombre
Hoy se cumplen dos años desde que un ejército uniformado, organizado y equipado cruzó una frontera internacional para perpetrar una masacre sistemática contra población civil. No hablamos de un ataque militar contra instalaciones estratégicas, ni de una operación contra objetivos militares. Hablamos de un asalto premeditado y coordinado por tierra, mar y aire cuyo objetivo explícito era una sola cosa: matar civiles.
El 7 de octubre de 2023, Hamás —porque llamémoslo por su nombre, no "militantes" ni "resistencia"— atacó kibutz, comunidades agrícolas pacíficas, y masacró a familias enteras en sus hogares. Atacó el festival de música Nova, donde jóvenes de múltiples nacionalidades celebraban la paz, ejecutando a más de 360 personas desarmadas. Violó sistemáticamente a mujeres, algunas hasta la muerte. Decapitó bebés. Quemó familias vivas. Y lo grabó todo, orgulloso, para distribuirlo como propaganda de victoria.
Esto no es retórica. Son hechos documentados por las propias cámaras de los atacantes, que filmaron sus atrocidades con entusiasmo para demostrar su "poder" ante el mundo.
El lenguaje como arma de propaganda
Sin embargo, dos años después, asistimos a un ejercicio colectivo de amnesia y manipulación lingüística. Lo que cualquier legislación militar internacional calificaría sin dudarlo como crímenes de guerra y crímenes de lesa humanidad se ha diluido en el discurso público occidental bajo eufemismos convenientes. Los terroristas se convierten en "militantes". Las masacres planificadas se transforman en "respuesta a la ocupación". Los secuestros de bebés y ancianos se contextualizan como "captura de rehenes".
Esta no es una guerra convencional donde dos ejércitos se enfrentan. Es un conflicto asimétrico donde una organización terrorista —catalogada como tal por la Unión Europea, Estados Unidos y múltiples democracias— utilizó deliberadamente tácticas prohibidas por todas las convenciones internacionales: ataque contra civiles, toma de rehenes, violación como arma de guerra, y uso de la población civil como escudo humano.
731 días de secuestro
Mientras escribo esto, decenas de personas siguen secuestradas en Gaza. Han pasado 731 días desde que fueron arrancadas de sus vidas, arraigadas a túneles subterráneos, sometidas a torturas psicológicas y físicas. Hemos visto imágenes de rehenes obligados a cavar sus propias tumbas. Hemos documentado la desnutrición extrema de quienes han sido liberados. Sabemos que muchos han muerto en cautiverio.
Y sin embargo, vemos "flotillas humanitarias" llegando a Gaza que ignoran olímpicamente estos secuestros. Activistas que se indignan —legítimamente— por el sufrimiento de civiles palestinos, pero que jamás dedican un minuto a exigir la liberación incondicional de los rehenes. Que equiparan, con una desfachatez intelectual obscena, a personas deportadas con papeles y procesos legales, con bebés arrancados de sus cunas y escondidos en túneles terroristas.
Las tácticas del escudo humano
Hamás no es ingenuo respecto a su inferioridad militar frente a Israel. Su estrategia es explícita y está documentada: situar centros de comando, arsenales de armas y lanzadores de cohetes en hospitales, escuelas, mezquitas y zonas residenciales densamente pobladas. Esto no es una acusación israelí; está confirmado por múltiples organizaciones internacionales y por la propia arquitectura militar de Gaza.
¿Por qué lo hacen? Porque cada civil palestino muerto en un ataque israelí contra estas instalaciones militares se convierte en munición propagandística. Cada imagen de destrucción alimenta la narrativa de "genocidio" que tanto éxito tiene en campus universitarios occidentales y redes sociales. Es, literalmente, otro crimen de guerra: el uso de civiles como escudos humanos está prohibido expresamente por las Convenciones de Ginebra.
El cinismo alcanza cotas insospechadas cuando comprobamos que los propios líderes de Hamás reconocen, en declaraciones internas filtradas, que "cada mártir palestino beneficia nuestra causa". No les importan sus propios civiles; son daños colaterales aceptables en su estrategia mediática contra Israel.
Irán: el titiritero invisible
Detrás de Hamás, como detrás de Hezbolá en el Líbano, las milicias hutíes en Yemen, y diversos grupos en Siria, está Irán. Teherán ha perfeccionado el arte de la guerra por delegación: financia, entrena y dirige a estos grupos para que hagan el trabajo sucio mientras mantiene una distancia suficiente para evitar consecuencias directas.
Es más barato, más efectivo y políticamente más conveniente armar a Hamás que enviar al ejército iraní. Los mulás de Teherán canalizan fondos que deberían mejorar la vida de palestinos y libaneses hacia cohetes, túneles y propaganda anti-israelí. Y cuando Israel responde, Irán se sienta cómodamente a observar cómo el mundo culpa al Estado judío.
La doble vara de los medios occidentales
La cobertura mediática occidental de este conflicto revela una asimetría brutal en el tratamiento de la información. Cuando fuentes palestinas —frecuentemente vinculadas directamente a Hamás— reportan cifras de bajas, los medios las reproducen sin cuestionamiento alguno. "El Ministerio de Salud de Gaza informa que..." se convierte en verdad revelada, sin aclarar que ese ministerio está controlado por Hamás.
Hemos visto imágenes escenificadas de supuestas víctimas que luego resultan ser actores. Hemos visto fotografías de desnutrición que corresponden a conflictos completamente diferentes. Cuando se descubre la manipulación, una pequeña corrección en letra pequeña días después. Pero el daño ya está hecho.
Por el contrario, cuando Israel presenta pruebas de arsenales escondidos en hospitales, de túneles bajo escuelas de la ONU, de cohetes almacenados en mezquitas, la respuesta mediática es siempre "supuestamente" o "según Israel". Como si la primera muerte en toda guerra no fuera la verdad de ambos bandos, sino solo la de uno.
El feminismo selectivo
Uno de los aspectos más perturbadores de esta guerra de narrativas es el silencio ensordecedor de movimientos que presumen de defender los derechos humanos universales. Las mismas voces que se alzan —justamente— contra cualquier violencia de género, enmudecieron ante las violaciones masivas del 7 de octubre.
Hemos escuchado a representantes de organizaciones "humanitarias" negar directamente que ocurrieran violaciones, a pesar de las pruebas forenses, los testimonios de sobrevivientes y las propias grabaciones de los atacantes. Algunos han llegado a justificarlas con argumentos que, de proceder de cualquier otra fuente, serían considerados misoginia repugnante.
Esta hipocresía no es solo moral; es política. Revela que para ciertos sectores, los derechos humanos son selectivos, aplicables según la identidad del perpetrador y la víctima.
Las consecuencias para los civiles
Nada de lo anterior niega que civiles palestinos estén sufriendo consecuencias devastadoras de esta guerra. Gaza ha sido destruida en gran medida. Miles de personas han muerto, muchas de ellas civiles inocentes. La situación humanitaria es terrible.
Pero preguntémonos: ¿Quién inició esta guerra? ¿Quién rechazó sistemáticamente todas las propuestas de paz durante décadas? ¿Quién utiliza a su propia población como escudo mientras sus líderes viven cómodamente en Qatar o Turquía? ¿Quién invierte miles de millones no en hospitales e infraestructuras para su pueblo, sino en túneles militares y cohetes?
Israel tiene el derecho —y la obligación hacia sus ciudadanos— de defenderse. En cualquier guerra urbana contra un enemigo que deliberadamente se esconde entre civiles, habrá bajas civiles. Es una tragedia, pero la responsabilidad recae sobre quien utiliza a esos civiles como escudos, no sobre quien intenta neutralizar la amenaza terrorista.
La única democracia de Oriente Medio
En medio de todo este conflicto, existe una realidad que incomoda a muchos: Israel es la única democracia genuina de Oriente Medio. Con todos sus defectos —que los tiene, como cualquier democracia— es un país donde árabes israelíes votan, tienen representación parlamentaria, acceden a la justicia, y gozan de libertades que serían impensables en Gaza bajo Hamás, en Irán, o en la mayoría de países árabes.
Cuando elegimos bando en este conflicto, no estamos eligiendo entre dos democracias imperfectas. Estamos eligiendo entre una democracia imperfecta y una organización terrorista teocrática que ejecuta homosexuales, oprime brutalmente a las mujeres, y utiliza a niños como escudos humanos.
Conclusión: la memoria como resistencia
Dos años después del 7 de octubre, la mayor victoria que puede lograr Hamás no es militar —sabe que no puede vencer a Israel en el campo de batalla— sino narrativa. Si consigue que el mundo olvide quién atacó primero, quién masacró civiles deliberadamente, quién secuestra bebés y viola mujeres, entonces habrá ganado.
Por eso recordar es un acto de resistencia contra la propaganda. Recordar que el 7 de octubre un ejército terrorista cruzó una frontera para perpetrar una masacre. Recordar que 731 días después sigue habiendo rehenes en túneles. Recordar que Israel no inició esta guerra, pero tiene todo el derecho a terminarla.
La equidistancia moral frente al terrorismo no es neutralidad; es complicidad. Y aunque reconozcamos el sufrimiento de civiles en ambos lados, no podemos perder de vista una verdad fundamental: existe una diferencia moral abismal entre un ejército que intenta evitar bajas civiles mientras combate terroristas que se esconden entre la población, y terroristas que deliberadamente masacran civiles como estrategia de guerra.
El mundo debe recordar quién fue el agresor el 7 de octubre de 2023. Y debe exigir, antes que cualquier otra cosa, la liberación incondicional e inmediata de todos los rehenes.