El espejo americano: la realidad geopolítica que Europa se niega a ver

La reacción europea ante las conferencias del vicepresidente Vance en París y Berlín, así como las firmes declaraciones de Trump sobre Ucrania y su reciente encuentro con Zelensky, ofrecen una visión reveladora tanto de ellos como de nosotros. Sin justificar la falta de cortesía o el incumplimiento de las normas básicas de hospitalidad, es crucial centrarse en la esencia del mensaje. Aquello que desde nuestra perspectiva superior moral calificamos como "comportamiento irracional" de Trump podría, en realidad, ser un reconocimiento pragmático de una nueva realidad geopolítica que nos resistimos a aceptar. El mundo ha adoptado una configuración bipolar, y nuestra insistencia en mantener equilibrios insostenibles puede estar llevando a nuestra creciente irrelevancia.
Las intervenciones de Vance en Europa han sacudido los cimientos de nuestra complacencia. Este es el mismo Vance que nuestros medios despacharon inicialmente como un simple autor de bestsellers reconvertido en político populista, "un advenedizo sin experiencia política real" según The Guardian. Sin embargo, sus discursos en París y Berlín han demostrado una comprensión devastadoramente precisa de las contradicciones europeas. Trump y Vance no han hecho más que poner el dedo en la llaga: nos hemos convertido en una caricatura regulatoria de nosotros mismos, incapaces de definir una estrategia coherente frente a Rusia mientras seguimos financiando indirectamente su maquinaria de guerra.
Europa y Ucrania
La narrativa que Europa ha construido sobre Ucrania simplemente no se corresponde con la realidad. Mientras los líderes europeos hablan de una victoria inminente, Rusia controla ya el 18% del territorio ucraniano y avanza a un ritmo equivalente a dos veces el tamaño de Londres cada año. La guerra de desgaste favorece claramente a Rusia, cuya economía, lejos de colapsar bajo las sanciones, ha generado un superávit comercial de más de 600.000 millones de dólares entre 2022 y 2024. La reunión entre Trump y Zelensky ha puesto en evidencia lo que la administración americana ya sabía: la estrategia actual es insostenible. El coste para los contribuyentes estadounidenses ya alcanza los 350.000 millones de dólares, mientras Europa sigue comprando gas natural ruso por valor de más de 21.000 millones, excluyendo convenientemente estas importaciones de las sanciones.
¿Cómo puede Europa rasgarse las vestiduras ante Trump cuando mantiene una relación comercial tan sustancial con Rusia? Como el propio presidente Sánchez admitió, estas son transacciones privadas, pero la UE específicamente excluyó el gas natural licuado de las sanciones. Francia, España y Bélgica han importado cantidades récord de gas ruso, mientras se indignan públicamente por la postura americana. Esta contradicción refleja una profunda hipocresía: Europa habla de Putin como si fuera Hitler, pero se comporta como si fuera Bréznev. Condena su régimen mientras financia su economía y, simultáneamente, fortalece lazos comerciales con China, el "socio estratégico sin límites" de Rusia.
La esquizofrenia
La política exterior europea se ha vuelto esquizofrénica. Queremos beneficiarnos del poder económico chino sin aceptar sus implicaciones geopolíticas. Deseamos la protección militar americana sin asumir los compromisos que conlleva. Mientras EE.UU. invierte el 3.5% de su PIB en defensa y China aumenta anualmente su presupuesto militar en dobles dígitos, la mayoría de los países europeos apenas alcanzan el 1.5%. Esta parálisis estratégica está erosionando las bases de nuestra influencia global. Mientras Asia construye nuevas instituciones financieras y rutas comerciales que desafían el orden occidental, con inversiones que superan el billón de dólares en la Nueva Ruta de la Seda, Europa sigue aferrada a estructuras internacionales en declive y a una retórica moralista cada vez más desconectada de la realidad.
La posición de Trump sobre Ucrania no ha sido una sorpresa. La explicó claramente en febrero de 2024 y ha sido consistente durante toda su campaña. Los líderes europeos, en su arrogancia infinita, asumieron que Trump no ganaría las elecciones o que, si ganaba, no cumpliría sus promesas electorales. Este grave error de cálculo refleja un problema más profundo: Europa ha perdido contacto con las realidades geopolíticas contemporáneas. Mientras nos obstinamos en jugar al equilibrista entre potencias, el mundo inexorablemente se polariza entre el modelo americano y el chino. Nuestra obsesión por mantener equilibrios imposibles nos está convirtiendo en irrelevantes.
El enfoque de Trump, criticado como simplista o incluso peligroso, se basa en un pragmatismo que Europa ha olvidado. Su propuesta para Ucrania incluye reconocer la realidad actual del conflicto en lugar de alimentar esperanzas irrealizables, buscar una solución negociada que frene la pérdida de vidas y territorio, y garantizar la seguridad de Ucrania mediante acuerdos que impliquen directamente a EE.UU. en la gestión de recursos estratégicos. Mientras tanto, la posición europea se reduce a esperar una victoria total mientras se pierde terreno diariamente, mantener sanciones porosas que Rusia elude fácilmente, y financiar indirectamente a Rusia mientras se critica a Trump por buscar negociaciones.
El drama europeo trasciende nuestras contradicciones internas. Se trata de algo más profundo: nuestra incapacidad para aceptar que el nuevo orden mundial no admite ambigüedades estratégicas. La "irracionalidad" de Trump al exigir compromisos concretos a sus aliados o su "obsesión" con China podrían ser, sencillamente, la expresión de un pragmatismo que Europa ha olvidado. La guerra en Ucrania ha expuesto esta realidad con brutal claridad. No es casualidad que mientras Europa debate interminablemente sobre matices diplomáticos, y no es capaz de hacer una sola propuesta concreta para definir la hoja de ruta hacia el fin del conflicto, tanto Estados Unidos como Rusia y China tengan estrategias claras y definidas.
El sufrimiento del pueblo ucraniano
Zelensky y el sufrimiento del pueblo ucraniano son el espejo más cruel de nuestra irrelevancia estratégica. Van a ser, por desgracia, moneda de cambio en este juego de poderes, mientras Europa sigue siendo la portadora de valores huecos que ni siquiera los países que más reniegan del camino adoptado son capaces de respaldar con acciones reales. La reciente reunión entre Trump y Zelensky, lejos de ser el desastre que muchos europeos predijeron, ha sido un ejercicio de realismo. Trump ha ofrecido un camino hacia la negociación que, aunque doloroso, podría salvar lo que queda de Ucrania. Europa, mientras tanto, sigue ofreciendo palabras de apoyo incondicional sin estrategia alguna para materializarlas.
Es hora de admitir una verdad incómoda: nos hemos perdido en un laberinto de valores prestados y poses morales que poco tienen que ver con la tradición liberal europea. La verdadera elección no es entre valores e intereses, como sugiere el falso debate actual, sino entre ser protagonistas o espectadores del nuevo orden mundial. La supuesta locura de Trump podría ser, después de todo, el espejo que nos muestra una verdad incómoda: en el nuevo orden mundial, la indecisión es la única locura verdadera. El reloj corre, y cada minuto que perdemos en debates circulares sobre lo muy a favor que estamos de lo bueno y en contra de lo malo es un minuto que nuestros competidores aprovechan para avanzar. La próxima vez que nos miremos en el espejo que nos tiende América, deberíamos preguntarnos si queremos ser recordados como la civilización que sucumbió a su propia parálisis, o como la que tuvo el coraje de reinventarse cuando aún estaba a tiempo.
Las intervenciones de Vance en Europa han sacudido los cimientos de nuestra complacencia. Este es el mismo Vance que nuestros medios despacharon inicialmente como un simple autor de bestsellers reconvertido en político populista, "un advenedizo sin experiencia política real" según The Guardian. Sin embargo, sus discursos en París y Berlín han demostrado una comprensión devastadoramente precisa de las contradicciones europeas. Trump y Vance no han hecho más que poner el dedo en la llaga: nos hemos convertido en una caricatura regulatoria de nosotros mismos, incapaces de definir una estrategia coherente frente a Rusia mientras seguimos financiando indirectamente su maquinaria de guerra.
La narrativa que Europa ha construido sobre Ucrania simplemente no se corresponde con la realidad. Mientras los líderes europeos hablan de una victoria inminente, Rusia controla ya el 18% del territorio ucraniano y avanza a un ritmo equivalente a dos veces el tamaño de Londres cada año. La guerra de desgaste, si bien aparenta favorecer a Rusia en el corto plazo por su superávit comercial de más de 600.000 millones de dólares entre 2022 y 2024, oculta una realidad más compleja: la decadencia estructural de la economía rusa es ya inevitable. Su economía es 14 veces menor que la de EE.UU., comparable a la de países como México, y no compite en tecnología ni en avances militares relevantes. Aunque mantiene su arsenal nuclear, la falta de mantenimiento por restricciones presupuestarias pone en duda su operatividad, como evidencian recientes fallos en lanzamientos de misiles y el fracaso de su campaña en Ucrania. La reunión entre Trump y Zelensky ha puesto en evidencia lo que la administración americana ya sabía: la estrategia actual es insostenible. El coste para los contribuyentes estadounidenses ya alcanza los 350.000 millones de dólares, mientras Europa sigue comprando gas natural ruso por valor de más de 21.000 millones, excluyendo convenientemente estas importaciones de las sanciones.
¿Cómo puede Europa rasgarse las vestiduras ante Trump cuando mantiene una relación comercial tan sustancial con Rusia? Como el propio presidente Sánchez admitió, estas son transacciones privadas, pero la UE específicamente excluyó el gas natural licuado de las sanciones. Francia, España y Bélgica han importado cantidades récord de gas ruso, mientras se indignan públicamente por la postura americana. Esta contradicción refleja una profunda hipocresía: Europa habla de Putin como si fuera Hitler, pero se comporta como si fuera Bréznev. Condena su régimen mientras financia su economía y, simultáneamente, fortalece lazos comerciales con China, el "socio estratégico sin límites" de Rusia. En este contexto, China ve en una Rusia debilitada no un aliado, sino un futuro satélite. Si la guerra en Ucrania se mantiene, Rusia no tendría más alternativa que subordinarse a Pekín, no como socio igualitario, sino como estado dependiente en su órbita. Esta satelización supondría un cambio dramático en el potencial chino, convirtiendo a Rusia en una mera extensión de su influencia geopolítica.
Inversión en defensa
La política exterior europea se ha vuelto esquizofrénica. Queremos beneficiarnos del poder económico chino sin aceptar sus implicaciones geopolíticas. Deseamos la protección militar americana sin asumir los compromisos que conlleva. Mientras EE.UU. invierte el 3.5% de su PIB en defensa y China aumenta anualmente su presupuesto militar en dobles dígitos, la mayoría de los países europeos apenas alcanzan el 1.5%. Esta parálisis estratégica está erosionando las bases de nuestra influencia global. Mientras Asia construye nuevas instituciones financieras y rutas comerciales que desafían el orden occidental, con inversiones que superan el billón de dólares en la Nueva Ruta de la Seda, Europa sigue aferrada a estructuras internacionales en declive y a una retórica moralista cada vez más desconectada de la realidad.
La posición de Trump sobre Ucrania no ha sido una sorpresa. La explicó claramente en febrero de 2024 y ha sido consistente durante toda su campaña. Los líderes europeos, en su arrogancia infinita, asumieron que Trump no ganaría las elecciones o que, si ganaba, no cumpliría sus promesas electorales. Este grave error de cálculo refleja un problema más profundo: Europa ha perdido contacto con las realidades geopolíticas contemporáneas. Mientras nos obstinamos en jugar al equilibrista entre potencias, el mundo inexorablemente se polariza entre el modelo americano y el chino. Nuestra obsesión por mantener equilibrios imposibles nos está convirtiendo en irrelevantes.
El enfoque de Trump, criticado como simplista o incluso peligroso, se basa en un pragmatismo que Europa ha olvidado. Su propuesta para Ucrania incluye reconocer la realidad actual del conflicto en lugar de alimentar esperanzas irrealizables, buscar una solución negociada que frene la pérdida de vidas y territorio, y garantizar la seguridad de Ucrania mediante acuerdos que impliquen directamente a EE.UU. en la gestión de recursos estratégicos. Mientras tanto, la posición europea se reduce a esperar una victoria total mientras se pierde terreno diariamente, mantener sanciones porosas que Rusia elude fácilmente, y financiar indirectamente a Rusia mientras se critica a Trump por buscar negociaciones.
El drama europeo trasciende nuestras contradicciones internas. Se trata de algo más profundo: nuestra incapacidad para aceptar que el nuevo orden mundial no admite ambigüedades estratégicas. La "irracionalidad" de Trump al exigir compromisos concretos a sus aliados o su "obsesión" con China podrían ser, sencillamente, la expresión de un pragmatismo que Europa ha olvidado. La guerra en Ucrania ha expuesto esta realidad con brutal claridad. No es casualidad que mientras Europa debate interminablemente sobre matices diplomáticos, y no es capaz de hacer una sola propuesta concreta para definir la hoja de ruta hacia el fin del conflicto, tanto Estados Unidos como Rusia y China tengan estrategias claras y definidas.
Zelensky
Zelensky y el sufrimiento del pueblo ucraniano son el espejo más cruel de nuestra irrelevancia estratégica. Van a ser, por desgracia, moneda de cambio en este juego de poderes, mientras Europa sigue siendo la portadora de valores huecos que ni siquiera los países que más reniegan del camino adoptado son capaces de respaldar con acciones reales. La reciente reunión entre Trump y Zelensky, lejos de ser el desastre que muchos europeos predijeron, ha sido un ejercicio de realismo. Trump ha ofrecido un camino hacia la negociación que, aunque doloroso, podría salvar lo que queda de Ucrania. Europa, mientras tanto, sigue ofreciendo palabras de apoyo incondicional sin estrategia alguna para materializarlas.
Es hora de admitir nuestra realidad: nos hemos perdido en un laberinto de valores prestados y poses morales que poco tienen que ver con la tradición liberal europea. La verdadera elección no es entre valores e intereses, como sugiere el falso debate actual, sino entre ser protagonistas o espectadores del nuevo orden mundial. La supuesta locura de Trump podría ser, después de todo, el espejo que nos muestra una verdad incómoda: en el nuevo orden mundial, la indecisión es la única locura verdadera. El reloj corre, y cada minuto que perdemos en debates circulares sobre lo muy a favor que estamos de lo bueno y en contra de lo malo es un minuto que nuestros competidores aprovechan para avanzar. La próxima vez que nos miremos en el espejo que nos tiende América, deberíamos preguntarnos si queremos ser recordados como la civilización que sucumbió a políticas de adolescentes sin formación como las que han conducido a destrozar nuestra potencia energética, o como la que tuvo el coraje de reinventarse cuando aún estaba a tiempo. Pongámonos los pantalones y empezamos a construir nuestro futuro.