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El mártir de Moncloa y la grieta en el muro

De nuevo, la sobreactuación. De nuevo, el melodrama como último refugio del poder...

De nuevo, la sobreactuación. De nuevo, el melodrama como último refugio del poder.

La última semana nos ha regalado un capítulo magistral de ese manual de supervivencia que parece haberse convertido en la única doctrina de la Moncloa: la alquimia de transmutar el plomo de la sospecha judicial en el oro del victimismo político.

Ante las informaciones que cercan a su entorno más íntimo y que gangrenan la credibilidad de su gobierno, el presidente ha vuelto a enfundarse el manto del mártir. No se presenta como el máximo responsable que debe rendir cuentas, sino como la diana de una oscura conspiración. 

El espectáculo, calculado y grandilocuente, está servido. Seamos brutalmente claros. En una democracia adulta, la respuesta al hedor de la corrupción o el tráfico de influencias no puede ser una carta a la ciudadanía cargada de un sentimentalismo que roza lo empalagoso. Tampoco una comparecencia donde la estrategia consiste en desviar el foco hacia la catadura moral de quienes investigan —sean jueces, periodistas o la oposición—. Ni siquiera la petición de pedir perdón sin asumir más responsabilidades políticas.

Lo que presenciamos es una estudiada pirueta retórica envuelta en un manto de emoción calculada. El presidente no se defiende de los hechos; ataca las intenciones...

La respuesta exigible, la única que oxigena y fortalece al sistema, no es un melodrama personal, sino la fría, aséptica y, si se quiere, aburrida transparencia. Es poner sobre la mesa los documentos. Es ofrecer explicaciones minuciosas y sin adornos en sede parlamentaria. Y, por encima de todo, es asumir la responsabilidad política que emana, de forma inherente, del cargo que se ocupa.

Todo lo demás es ruido. Todo lo demás es una huida. Lo que presenciamos es una estudiada pirueta retórica envuelta en un manto de emoción calculada. El presidente no se defiende de los hechos; ataca las intenciones. No ofrece luz sobre las sombras; denuncia la existencia de una "máquina del fango" que, convenientemente, lo ensucia todo y le exime de la engorrosa tarea de limpiar lo propio.

Esta táctica se apuntala en un repertorio de declaraciones emocionales que ya resulta previsible. Estaba "profundamente enamorado" cuando las actividades de su esposa se pusieron bajo el foco judicial; ahora se declara "profundamente decepcionado" por esos amigos a los que él mismo aupó a puestos desde los que, presuntamente, se facilitó la corrupción.

Es una sinfonía de "profundos sentimientos" que busca la complicidad sentimental donde debería haber explicaciones racionales. Al declararse víctima de una cacería, persigue una absolución emocional que le permita eludir tanto el veredicto de los tribunales como, y esto es clave, el escrutinio político de la ciudadanía.

Si cada vez que un político se ve acorralado por sospechas verosímiles puede escapar por la tangente del "lawfare" y la victimización, estamos liquidando uno de los pilares de la democracia liberal: la obligación de rendir cuentas...

Esta estrategia es profundamente corrosiva para la salud democrática. Primero, porque degrada el debate público. Convierte lo que deberían ser exigencias de ejemplaridad en una trifulca polarizada entre creyentes y herejes. O estás con la víctima y su relato de persecución, o eres parte de la jauría.

No hay espacio para el matiz, para la duda razonable, para esa tercera España que simplemente quiere saber si quienes nos gobiernan actúan con la debida probidad.

Segundo, porque establece un precedente funesto. Si cada vez que un político se ve acorralado por sospechas verosímiles puede escapar por la tangente del "lawfare" y la victimización, estamos liquidando uno de los pilares de la democracia liberal: la obligación de rendir cuentas.

Se crea así una suerte de inmunidad sentimental que sitúa al líder por encima de las instituciones, protegido por el escudo humano de sus supuestos sentimientos heridos y los de su familia.

Mientras el presidente representa su papel de mártir, una inquietud se propaga como una gangrena silenciosa entre sus propias filas. La lealtad, en política, rara vez es incondicional; casi siempre es transaccional. Y los cálculos de supervivencia han comenzado. La grieta del muro se empieza a expandir.

Esa vasta legión de asesores, directores generales, cargos de confianza y militantes con sueldo público —toda esa fontanería del poder que depende de la permanencia del partido en el gobierno— observa con creciente nerviosismo. El escándalo ya no es una noticia en el telediario; es una amenaza directa a su modus vivendi.

La pregunta prohibida comienza a formularse en susurros en los pasillos: ¿merece la pena hundirse con un líder cuya estrategia personalista pone en jaque el futuro de todos?

La defensa numantina del presidente empieza a parecer, para muchos, un mal negocio. Ven cómo la estrategia del victimismo, lejos de aplacar la crisis, la alimenta. Y temen un castigo electoral que les devuelva al llano. Es en este punto cuando la lealtad se agrieta y la supervivencia impone su fría lógica.

El presidente, en su afán por presentarse como víctima, corre el riesgo de convertirse en el verdugo de las carreras políticas de los suyos.

Nadie niega la dureza de la arena política. El barro existe. La ironía suprema es que, después de tanto lamentarse por la "máquina del fango", la suciedad más dañina se ha confirmado que ha resultado brotar desde dentro. Y cuando un presidente elige el melodrama sobre la transparencia, cuando prioriza su defensa personal sobre la salud institucional, quien pierde no es la oposición. 

Quien pierde es el sistema.

Un sistema donde la responsabilidad se puede canjear por un buen relato de agravios es un sistema que camina hacia la irrelevancia. La verdadera conspiración contra nuestra democracia no es la que denuncia el presidente mártir. Es la que él mismo alimenta cada vez que elige el victimismo sobre la rendición de cuentas.

La democracia no necesita mártires en la Moncloa. Necesita gobernantes que entiendan que gobernar es, ante todo, asumir la responsabilidad. Incluso, y, sobre todo, cuando duele.