El tiempo

Por qué voy el domingo a la manifestación de Madrid

Sí pertenezco a un partido político. Durante estos cincuenta años he pertenecido a varios, y mis ideas políticas han evolucionado a lo largo de los años...

Sí pertenezco a un partido político. Durante estos cincuenta años he pertenecido a varios, y mis ideas políticas han evolucionado a lo largo de los años, pero siempre he mantenido una convicción fundamental: la democracia no es un regalo, sino una conquista frágil que nos costó mucho recuperar y que requiere vigilancia constante. Milito en la derecha, lo reconozco abiertamente, y es precisamente por eso que mi presencia el próximo domingo en Madrid tiene un significado especial.

No voy porque me lo haya pedido mi partido, es más la falta de organización en mi provincia nos ha obligado a muchos a buscar como desplazarnos. Voy porque no quiero acabar viviendo en un país donde el Estado de Derecho sea una ficción, donde la igualdad ante la ley sea una quimera y donde la corrupción se haya normalizado hasta el punto de que ya ni siquiera nos escandalice. Voy porque me niego a resignarme a que desaparezca esta democracia que construimos tras superar cuatro décadas de dictadura, una democracia imperfecta pero real, con instituciones que funcionaban y controles que se respetaban. Y sobre todo con un acto de concordia que parecía haber superado aquellas dos Españas que se comunicaban a bastonazos.

Crecí mis primeros años o desperté a la vida política en un estado sin libertades, y viendo como mis familiares vivían con miedo a expresarse y sin derechos a diseñar su futuro. Relatos susurrados sobre la policía, sobre la arbitrariedad del poder, sobre la imposibilidad de disentir sin consecuencias. Cuando llegó la democracia, parecía que habíamos aprendido la lección para siempre.

Que nunca más permitiríamos que el poder se concentrara sin controles, que jamás toleraríamos que la justicia fuera de geometría variable, que la transparencia sería un principio innegociable.
Pero aquí estamos, cuarenta y cinco años después, viendo cómo se erosionan sistemáticamente los pilares sobre los que se construyó nuestra convivencia. Y lo más descorazonador no es solo que esto esté ocurriendo, sino la pasividad con la que lo estamos contemplando.

Hay algo profundamente perturbador en la forma en que hemos ido asimilando, una tras otra, situaciones que en cualquier democracia madura habrían provocado una crisis institucional. 

Amnistías que borran delitos de un plumazo, no por magnanimidad o reconciliación, sino como moneda de cambio para mantenerse en el poder. Leyes redactadas tan deficientemente que liberan a agresores sexuales de las cárceles, sin que nadie asuma responsabilidades políticas. Casos de corrupción que salpican directamente al entorno más cercano del presidente del Gobierno, mientras la respuesta oficial oscila entre la negación y la victimización.

Cada escándalo que surge es inmediatamente envuelto en una narrativa de persecución política. Cada investigación judicial se convierte en un "montaje de la ultraderecha". Cada crítica, por fundada que esté, es deslegitimada antes incluso de ser analizada. Y nosotros, la ciudadanía, vamos asimilando este relato hasta que lo inaceptable se vuelve cotidiano.

¿Cuándo decidimos que era normal que el hermano del presidente ocupara un puesto público creado a medida? ¿En qué momento asumimos que era inevitable que la esposa del jefe del Ejecutivo fuera investigada por tráfico de influencias? ¿Cómo hemos llegado al punto de que ministros imputados por corrupción se mantengan en sus cargos hasta que la evidencia sea tan abrumadora que resulte imposible ignorarla?

Mi preocupación no es solo por lo que está ocurriendo, sino por lo que está dejando de ocurrir. Por las protestas que no surgen, por la indignación que no se materializa, por la resignación que se extiende como una epidemia silenciosa. Hemos desarrollado una extraña capacidad para normalizar el escándalo, para asumir que "la política es así" y que nosotros, simples ciudadanos, poco podemos hacer.

Pero no es cierto. La política no tiene por qué ser así. En democracia, el poder último reside en el pueblo, y cuando los representantes traicionan esa confianza de forma sistemática, tenemos no solo el derecho, sino el deber de alzar la voz. El silencio, en estos casos, no es neutralidad: es complicidad.

Reconozco que mi posición ideológica me sitúa en la derecha, sería hipócrita negarlo, y que me resulta más fácil criticar las políticas de un gobierno progresista que las de uno conservador. Pero así todo siento que mi voz es necesaria en este momento.

Recuerdo vívidamente las manifestaciones contra la participación de España en la guerra de Irak. Entonces gobernaba la derecha, con José María Aznar al frente, y miles de ciudadanos salimos a las calles para protestar contra una decisión que considerábamos errónea y peligrosa. Entre esos manifestantes había muchos votantes conservadores, personas que habían apoyado al PP pero que no estaban dispuestas a respaldar esa política concreta. Fue un ejemplo hermoso de cómo la ciudadanía puede separar sus preferencias partidistas de sus convicciones democráticas.

Hoy me encuentro en una situación similar, pero inversa. Hay aspectos de la agenda progresista de este gobierno que entiendo que a algunos les puedan convencer: la lucha contra la desigualdad, la defensa de los derechos sociales, ciertas políticas medioambientales. Pero eso no puede cegar su capacidad de juicio para el resto de las actuaciones y más cuando ven que se están vulnerando principios fundamentales del Estado de Derecho.

La defensa de la democracia no puede ser patrimonio de una sola ideología. Cuando las instituciones se degradan, cuando la justicia se instrumentaliza, cuando la corrupción se enquista, todos perdemos. El empresario progresista que ve cómo los contratos públicos se adjudican por criterios políticos en lugar de por méritos. El trabajador conservador que comprueba cómo sus impuestos se desvían hacia fines partidistas. El ciudadano de cualquier signo que ve cómo la ley se aplica de forma diferente según el estatus o las conexiones políticas del investigado.

Por eso voy a manifestarme el domingo. No voy solo como militante de mi partido, sino como ciudadano preocupado por el rumbo que está tomando nuestro país. Voy porque creo que hay líneas rojas que no se pueden cruzar, independientemente de quién esté en el poder. Voy porque la democracia no es un espectáculo que contemplamos desde la distancia, sino un sistema de convivencia que requiere nuestra participación.

Estamos en un momento crucial. Podemos seguir asistiendo pasivamente a la degradación de nuestras instituciones, envueltos en la comodidad de pensar que "alguien ya se ocupará" o que "las próximas elecciones lo arreglarán todo". O podemos asumir que la salud democrática de un país es responsabilidad de todos sus ciudadanos, no solo de sus políticos.

La manifestación del domingo no va a cambiar el mundo. Lo sé. Una sola protesta nunca lo hace. Pero forma parte de algo más grande: la construcción de una cultura cívica que no tolere la impunidad, que exija transparencia, que defienda la igualdad ante la ley. Una cultura que entienda que la democracia no es solo votar cada cuatro años, sino mantener una vigilancia constante sobre quienes ejercen el poder en nuestro nombre.

No quiero que mis hijos crezcan en un país donde la corrupción sea endémica, donde la justicia dependa del color político del investigado, donde el nepotismo y el enchufismo se hayan convertido en la norma. No quiero que asuman como natural lo que a nosotros nos debería resultar intolerable.
Por eso voy a Madrid el domingo. Porque si no actuamos ahora, si no alzamos la voz cuando las líneas rojas se cruzan una tras otra, estaremos legitimando con nuestro silencio un modelo de país que no es el que queremos legar a las próximas generaciones.

La democracia española ha sobrevivido a intentos de golpe, a crisis económicas devastadoras, al terrorismo más sangriento. Sería trágico que sucumbiera no ante un enemigo externo, sino ante nuestra propia pasividad, ante nuestra incapacidad para distinguir entre el legítimo conflicto político y la corrupción sistémica, entre el normal desgaste del poder y la degradación institucional.

Hay quien dirá que soy un exagerado, que la situación no es tan grave, que siempre ha habido corrupción y que España sigue siendo una democracia. Tienen razón en parte: seguimos siendo una democracia. Pero las democracias no se pierden de un día para otro. Se erosionan lentamente, casi imperceptiblemente, a medida que vamos normalizando comportamientos que deberían resultar inaceptables.

El domingo no solo protesto contra los escándalos concretos que han salpicado a este gobierno. Protesto contra la cultura de la impunidad que se está instalando en nuestro país. Contra la idea de que el fin justifica los medios. Contra la perversión del lenguaje que convierte a los investigados en víctimas y a los críticos en enemigos de la democracia.

Protesto, en definitiva, porque no me resigno. Porque creo que España merece algo mejor. Porque pienso que los ciudadanos tenemos la capacidad y la responsabilidad de exigir a nuestros representantes que estén a la altura de las instituciones que ocupan.

Nos vemos el domingo en Madrid. Porque la democracia, como la libertad, requiere una vigilancia eterna. Y porque el precio de la pasividad es siempre mucho mayor que el coste de la resistencia cívica.