El tiempo
365 leoneses | Lucía Domínguez, estudiante

"El voluntariado en Zambia ha sido la experiencia de mi vida; normalicé cosas que nunca imaginé"

Soñaba desde pequeña con vivir un verano de voluntariado en África y aunque todavía le cuesta ponerlo en palabras, pasó semanas con los niños de la comunidad, descubrió realidades que jamás había imaginado y regresó transformada por la experiencia de su vida
Lucía Domínguez
Lucía Domínguez en las cataratas Victoria.

Desde niña lo tuvo claro. Cada vez que en el colegio Marista San José entraba alguien de la ONG a dar una charla a su clase sobre el voluntariado, Lucía se quedaba clavada en la silla. "Yo siempre de pequeña decía: 'Yo quiero ir ahí. Quiero hacerlo'", recuerda. Había un lugar que le llamaba con una fuerza difícil de explicar: "Sí que es verdad que hay voluntariados en más zonas, pero a mí me llamaba muchísimo África", rememora.

Una experiencia única

Hoy, con 23 años y estudiando Ingeniería Mecánica, habla de este verano en Zambia como "la experiencia de su vida".

Tuvo que esperar a ser mayor de 21 para optar al voluntariado, y convencer a sus padres fue otra aventura. "Les dije que quería irme y me dijeron que no, que les daba miedo. Entonces no insistí más. Pero al año siguiente dije: 'Tengo que irme. Me da igual que me digáis que sí o que no, es que me tengo que ir'". Y se fue. Con otra compañera, María, que estaba en su misma tesitura.

Allí vivieron en una comunidad marista junto a cuatro hermanos. "La casa estaba bien para las condiciones que había. Teníamos por lo menos agua, nos duchábamos con un chorrín caliente, comíamos pollo y arroz… fue una experiencia única”.

Tres kilómetros de camino a la escuela

Cada mañana caminaban tres kilómetros hasta Chibote, una aldea con un colegio público. "Era una zona bastante pobre y el camino nos enriquecía muchísimo porque todo el mundo te saludaba, te preguntaba a dónde ibas, si necesitabas ayuda. La gente era un encanto".

Camino a la escuela
Lucía junto a algunos niños caminando hacia el colegio público de Chibote.

Los que definieron su verano en Zambia fueron los niños. Con ellos hacían manualidades, juegos y música. "Empezábamos siendo 60 en clase y terminábamos con 300 porque todos decían que eran de esa clase para estar con nosotras". Les enseñaban juegos tradicionales, cantaban y bailaban. Y a la vuelta, el cariño se les pegaba a los talones: "Nos acompañaban todos hasta nuestra casa. Nos teníamos que enfadar porque eran niños de cuatro o cinco años que iban a caminar 3 kilómetros y luego tenían que volver".

La dura realidad

Pero lo que realmente le removió llegó con los días: "Muchos iban descalzos, otros con el uniforme con un solo botón. Había un niño con el pantalón roto entero… y llegaba un momento que lo normalizabas". Hoy, al recordarlo, se sorprende de sí misma: "Ahora mismo te llevas las manos a la cabeza y dices: '¿Pero en qué momento yo veía eso normal?'", recuerda.

Por las tardes cambiaba el escenario, pero no el vínculo. Cruzaban la calle, justo enfrente de su casa, para ir al instituto marista, con alumnos de familias algo más acomodadas. Allí daban charlas, ayudaban en clases y, sobre todo, hablaban. "Nos encantaba, no nos metíamos en casa hasta que no se iba el último niño en autobús". Notaban que muchos idealizaban Europa: "Pensaban que llegabas aquí y ya eras rico o jugador de fútbol profesional. Les decíamos que también tenías que ganarte las cosas, trabajar, estudiar… Y luego nos lo agradecían".

"Parecía que estábamos en un vídeo de Jesús Calleja"

El contraste cultural se disparaba cuando iban a Kitwe, la ciudad más cercana. El mercado de Chisokone fue un choque brutal: "El primer día nos quedamos paralizadas. Parecía que estábamos en un vídeo de Jesús Calleja… era una locura, todo el mundo te llamaba y no sabías para dónde mirar", afirma.

Un adiós que dejó huella

Pasaron 40 días allí y, cuando ya estaban hechas al ritmo de la ciudad, llegó la última semana. Antes de bajar al sur para conocer las cataratas Victoria y hacer safari en Botsuana, llegó la despedida: "Yo lo pasé muy mal. Le había cogido muchísimo cariño a un niño que se llamaba Patrick y que me lo llevo en el corazón. A día de hoy me comunico con su abuelo por WhatsApp", asegura.  Subirse al avión le dolió: "Llegué a decir que si no lo teníamos pagado, no iba. Me quedaba con los niños y los hermanos".

El turismo fue bonito, pero tuvo otro sabor. "Las cataratas Victoria son espectaculares, pero no las disfruté tanto porque estaba pensando en Chibote". El safari sí lo vivió con plenitud: "Me pareció una de las mejores cosas que he hecho en mi vida. Se te pone la piel de gallina. Ves animales súper cerca, en su estado natural… no hay palabras".

Personas que marcan

No hubo mosquitos, ni enfermedades, ni miedo. Hubo gente imprescindible, como Teresa o Toya, que les cuidaron a ellas y a un hermano marista enfermo. "Nos cuidaron muchísimo y estaré eternamente agradecida".

Ahora, de vuelta en León, todavía digiere lo vivido: "Creo que es algo que tengo que reposar. No sé explicarlo bien ni cómo transmitirlo". Volvió distinta, aunque aún no sepa explicar del todo por qué. Pero si le das a elegir, no duda ni un segundo: "Lo repetiría mañana mismo. Echo muchísimo de menos a todos".

Porque el sueño que empezó en un aula de Maristas cuando era niña se cumplió. Y la marcó para siempre.