El tiempo

León ante su futuro energético: del control al diálogo

Que León hable, por fin, de energía es una buena noticia. Después de décadas de silencio industrial y abandono político, algo se mueve...

Que León hable, por fin, de energía es una buena noticia. Después de décadas de silencio industrial y abandono político, algo se mueve. Pero no debemos confundir movimiento con dirección. Lo que hoy se discute no son solo calderas, tuberías o biomasa: se discute quién diseña el futuro de esta tierra y con qué lógica lo hace.

Esta semana se ha intentado reducir el conflicto a un asunto técnico o administrativo, como si todo estuviera ya decidido y los ciudadanos solo tuvieran que asentir. Ese tono paternalista que acusa de “románticos” a quienes cuestionábamos el modelo olvida lo esencial: la transición energética no es un trámite, es una decisión política que afecta al futuro del territorio. Y cuando un pueblo empieza a debatir cómo quiere producir y consumir energía, eso no es un problema: es un síntoma de salud democrática.

El conflicto, en realidad, enfrenta dos visiones. Por un lado, la que mantiene un modelo vertical, centralizado, diseñado desde fuera y para enriquecer a los de siempre, que confunde rapidez con eficacia y sostenibilidad con control. Por otro lado, las plataformas vecinales y buena parte de la sociedad civil que reclaman participación, transparencia y soluciones de escala humana. En el fondo, la pregunta es la misma que recorre toda la historia reciente de León: ¿quién planifica, quién ejecuta y quién se beneficia? La calificación del proceso que pide información veraz y un debate social real sobre la planta de biomasa en León como "ingenuo" o "populista" no se sostiene frente a los hechos.

El Tribunal Superior de Justicia de Castilla y León ha admitido a trámite la demanda vecinal contra la planta, demostrando que existen motivos legales y justificados para cuestionar el proyecto

Durante la fase de información pública se recibieron casi 300 alegaciones de vecinos y colectivos ecologistas, que expresaron preocupaciones legítimas sobre ruido, tráfico, olores y abastecimiento de agua, y la Plataforma Vecinal de León Sur ha exigido la paralización del proyecto hasta garantizar participación real y transparencia total en los informes ambientales y técnicos. 

El Tribunal Superior de Justicia de Castilla y León ha admitido a trámite la demanda vecinal contra la planta, demostrando que existen motivos legales y justificados para cuestionar el proyecto. Calificar estas acciones como ingenuas o populistas ignora la activa participación ciudadana y la necesidad de un debate democrático serio sobre las decisiones que afectan a la ciudad y al territorio.

Nadie sensato se opone a descarbonizar la ciudad. Lo que se discute es el cómo. Presentar la elección entre las viejas calderas de gasoil y una macroplanta de biomasa como las únicas alternativas posibles es una falsa dicotomía. Claro que las calefacciones de gasoil contaminan y mucho, pero eso no convierte automáticamente a una mega planta en una solución limpia ni justa. Las emisiones de partículas finas, óxidos de nitrógeno o compuestos volátiles derivadas de la combustión masiva de biomasa son reales y están documentadas. El propio informe de la Agencia Europea de Medio Ambiente advierte que la biomasa es ya la principal fuente de contaminación por partículas en Europa.

Es verdad que las microrredes comunitarias requieren inversión, consenso y tiempo. Pero reducir toda alternativa descentralizada a un sueño escandinavo es una caricatura. Existen decenas de ejemplos en Navarra, en Galicia, en cooperativas energéticas de Cataluña o del País Vasco que demuestran que la descentralización no es una quimera nórdica, sino una posibilidad real cuando hay voluntad institucional y un marco regulatorio favorable. Decir que León “no es Dinamarca” es precisamente el problema: aceptar resignadamente que solo los países ricos pueden decidir sobre su energía perpetúa la dependencia y el centralismo que nos han empobrecido. La eficiencia que se atribuye al modelo centralizado omite sus propios costes ocultos: concentración de poder, rigidez tecnológica, vulnerabilidad ante crisis energéticas y una gestión del territorio que convierte a León en simple infraestructura de otros.

El problema no es la biomasa en sí, sino la escala, la gestión y el modelo político que la sostiene. No es lo mismo una red de calor local, transparente y participada, que una instalación de grandes dimensiones decidida desde arriba. Una cosa genera cohesión y empleo de proximidad; la otra reproduce el viejo patrón de dependencia y centralismo que León conoce demasiado bien.

Cada proyecto de estas características perpetúa una economía subordinada, extractiva, donde León actúa como zona de servicio de decisiones ajenas.

La historia se repite: primero fueron las térmicas, después las minas, ahora las macroplantas “verdes”. Cambia el lenguaje, pero no el esquema: decisiones tomadas lejos, beneficios que se van y costes que se quedan. Cada proyecto de estas características perpetúa una economía subordinada, extractiva, donde León actúa como zona de servicio de decisiones ajenas. Y cada vez que se impone una infraestructura sin diálogo, el territorio pierde un poco más de capacidad para decidir sobre su propio futuro.

La llamada “transición verde” no puede ser la nueva versión del viejo modelo extractivo. Si el beneficio se centraliza y el riesgo se localiza, no hay justicia ambiental posible. Un territorio que solo recibe las externalidades contaminación, pérdida de paisaje, especulación del suelo mientras los contratos y el valor añadido se van fuera, está condenado a seguir siendo periferia. Y eso, más allá de la cuestión energética, es la muerte de su economía futura.

Europa, lejos de imponer macroplantas, ofrece un abanico amplio de alternativas: cooperativas energéticas, microrredes locales, rehabilitación de viviendas, autoconsumo compartido, eficiencia en edificios públicos. En muchos lugares desde Dinamarca hasta Navarra esas soluciones han demostrado ser viables técnica y socialmente. Lo que falta aquí no son recursos, sino voluntad política para confiar en la inteligencia del territorio. La transición energética no se hace solo con tuberías; se hace con participación.

Reducir este debate a sentimentalismo o populismo es una forma de negarlo. No hay romanticismo en reclamar soberanía energética; hay sentido común. Los modelos centralizados tienden a concentrar beneficios y a externalizar los costes. El territorio no puede permitirse seguir siendo zona de sacrificio. La sostenibilidad no es solo una cuestión ambiental: es una cuestión de justicia territorial.

No basta con sustituir un combustible por otro; hay que cambiar la lógica del poder. La energía puede ser un instrumento de dependencia o de autonomía. La elección está abierta, y es política.

Debemos de tener en cuenta que nos encontramos en plena crisis climática y energética, la resiliencia se convierte en una necesidad, no en una opción. Las redes centralizadas son vulnerables: dependen de grandes flujos de combustible, de infraestructuras rígidas, de decisiones políticas concentradas. En cambio, los modelos descentralizados de producción distribuida, comunitaria o cooperativa generan autonomía, diversifican la economía y refuerzan el vínculo entre energía y territorio. Ese es el verdadero sentido de una transición justa: que nadie quede fuera y que el territorio gane, no pierda, capacidad de respuesta.

León puede y debe descarbonizarse, pero no a cualquier precio. No basta con sustituir un combustible por otro; hay que cambiar la lógica del poder. La energía puede ser un instrumento de dependencia o de autonomía. La elección está abierta, y es política. Las redes de calor pueden tener sentido si son locales, transparentes y participadas. Pero hay otras herramientas igual o más eficaces: la rehabilitación energética, la generación distribuida, la gestión forestal sostenible, los proyectos de biomasa de proximidad. Todo ello permitiría un modelo a escala humana, donde la energía no sea un instrumento de control sino de cohesión.

Lo que está en juego no es solo la calidad del aire, sino el tipo de sociedad que queremos construir. Unos, con su modelo de macroinfraestructuras, miran hacia atrás. Las comunidades locales, con su defensa de la participación y la diversidad, miran hacia adelante. Y es en esa diferencia donde se decide si León será un territorio con voz o un simple receptor de decisiones ajenas.

Ojalá este debate sirva, no para dividir, sino para repensar. Porque no hay transición energética sin transición democrática. No hay desarrollo sin escucha. León no necesita obedecer un plan trazado en otro lugar; necesita diseñar el suyo, con conocimiento, participación y respeto. No basta con mover la maquinaria: hay que cambiar el rumbo. Solo así podremos hablar de futuro sin repetir los errores del pasado.