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León, la provincia que exporta luz pero no puede enchufar la tostadora

La provincia exporta electricidad a toda España, pero no puede usarla para crecer. La saturación de la red bloquea industrias, inversiones y proyectos renovables. La alternativa: microredes locales que devuelvan el control a los territorios.

Si León fuera una persona, sería el típico colega que le presta dinero a todos, pero luego no tiene para pagarse un café. León produce electricidad a raudales, alimenta buena parte del sistema nacional con sus presas, parques eólicos y fotovoltaicas, pero cuando alguien quiere abrir una fábrica o instalar un simple punto de carga, resulta que la red está saturada. No hay capacidad. León ilumina a España, pero se queda a oscuras en su propio salón. A primera vista, la situación es desoladora: Iberdrola, UFD y Endesa tienen sus principales nudos de conexión saturados. No queda ni un megavatio libre en la capital, y apenas unas “migajas” en zonas periféricas. Eso significa que una nueva empresa que quiera instalarse en Villadangos o Ponferrada no puede conectarse.

Pero este mismo bloqueo abre una puerta. Nos obliga a pensar en un modelo distinto al de siempre, menos dependiente de una gran red centralizada y más apoyado en soluciones locales. León, castigado por la saturación, podría convertirse en pionero de un sistema eléctrico más resiliente, descentralizado y cercano a las personas.

El problema no es de falta de sol ni de viento, sino de diseño. Durante décadas se construyó un sistema pensado para llevar la energía de unos pocos centros de producción hacia grandes ciudades, no para que los territorios generasen y gestionasen su propia electricidad. Y ahora, cuando el mundo habla y cada vez mas claramente ve que necesita descentralización, resiliencia y transición verde, seguimos atados a una estructura rígida que convierte a las provincias energéticas en meras exportadoras de kilovatios. No se trata solo de añadir más capacidad renovable, sino de repensar el sistema en su conjunto. Esto implica relocalizar la producción, reducir la vulnerabilidad mediante estructuras descentralizadas y flexibles, y adaptar el consumo a las posibilidades reales de generación. La transición energética no puede basarse únicamente en cambiar la fuente de energía, sino en transformar la manera en que entendemos y utilizamos la energía en nuestras sociedades.

Esto no es una idea peregrina. En Feldheim, un pequeño pueblo de Alemania, los vecinos crearon su propia red y venden la electricidad sobrante a las empresas del entorno.

La solución, curiosamente, no pasa por más cables, sino por más cerebro. En lugar de esperar a que Red Eléctrica refuerce líneas dentro de cinco o diez años, podríamos empezar a montar microredes locales. Estas son pequeñas redes que combinan distintas fuentes renovables —solar, minihidráulica, biomasa, incluso minieólica— con sistemas de almacenamiento híbrido. Se alimentan del territorio y pueden funcionar de forma aislada durante al menos 24 horas. En otras palabras: autonomía y resiliencia a escala humana.

Esto no es una idea peregrina. En Feldheim, un pequeño pueblo de Alemania, los vecinos crearon su propia red y venden la electricidad sobrante a las empresas del entorno. En Samsø, Dinamarca, toda una isla funciona con energía eólica y biomasa local. En Portugal, los proyectos de bombeo solar aprovechan la energía del día para mover agua a embalses y generar electricidad por la noche. No son utopías, son ejemplos europeos que demuestran que un modelo energético distribuido no solo es posible, sino rentable y más justo.

En España, las microredes no existen jurídicamente. Así, tal cual. La normativa solo reconoce el autoconsumo colectivo dentro de un radio de dos kilómetros, lo que sirve si vives en una urbanización, pero no si tu pueblo está disperso entre montes.

Imaginemos por un momento que León se convierte en un laboratorio de ese nuevo modelo. Que en los pueblos se aprovecha la biomasa de los montes generada por una política basada en hechos reales de gestión forestal contra incendios para generar calor y electricidad limpia, que los colegios y centros de salud tienen su propio respaldo solar con baterías, que los polígonos industriales comparten energía renovable entre empresas, y que las mancomunidades gestionan sus redes con cooperativas locales. El resultado no sería solo energía más barata y estable, sino más empleo, innovación tecnológica y una dosis de orgullo provincial bien merecida.

Pero aquí llega la parte aburrida del guion: la legislación. En España, las microredes no existen jurídicamente. Así, tal cual. La normativa solo reconoce el autoconsumo colectivo dentro de un radio de dos kilómetros, lo que sirve si vives en una urbanización, pero no si tu pueblo está disperso entre montes. No hay un marco legal que permita gestionar redes locales de manera autónoma o cooperativa, ni tarifas específicas que incentiven la energía comunitaria. Mientras Europa promueve las “comunidades energéticas ciudadanas” desde 2019, nosotros seguimos esperando a que nos corrijan los deberes.

Y, sin embargo, el contexto lo pide a gritos. Los apagones, las tensiones geopolíticas y la dependencia de grandes sistemas centralizados han demostrado que la resiliencia empieza por lo local. Cada kilovatio que se produce y se consume cerca del origen es un paso hacia un modelo más equilibrado, más seguro y más democrático. León tiene el territorio, la materia prima y el conocimiento técnico para liderar ese cambio. Lo único que falta es la decisión política de permitirlo.

Quizás ha llegado el momento de dejar de ser el motor oculto del sistema para convertirse en su cerebro. No se trata de encender más luces, sino de entender mejor cómo usamos la energía. De cambiar no solo las fuentes, sino la forma de pensar. Si lo hacemos bien, León podría ser en el siglo XXI lo que fue Bilbao en la revolución industrial: un referente que demuestra que las transformaciones empiezan en casa, con cabeza, con cooperación y con ganas de enchufarse al futuro.

Porque si algo está claro, es que no hay nada más absurdo que exportar electricidad y no poder tostar el pan.