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San Justo: aquí la tierra también habla

Hay decisiones que marcan un lugar como una quemadura: se notan siempre. Algunas siembran futuro, otras empiezan ya con forma de cicatriz...

Hay decisiones que marcan un lugar como una quemadura: se notan siempre. Algunas siembran futuro, otras empiezan ya con forma de cicatriz. En San Justo de la Vega quieren dejar una de esas heridas difíciles de olvidar. Quieren convertir lo que fue valle, huerta, memoria y agua, en el mayor vertedero industrial del Noroeste. Lo llaman parque medioambiental, retorciendo el lenguaje, maquillando las palabras para que no duelan. Pero todos sabemos qué significa 140 hectáreas de residuos peligrosos y no peligrosos. 200.000 toneladas al año. Sabemos que esto no es reciclar, sino recibir lo que nadie quiere.

Y, sin embargo, la pasividad ante atentados contra el territorio general en nuestra tierra cambió y ocurrió algo que no suele ocurrir: el paisaje y el paisanaje  contestaron . Contestó con ríos, con acuíferos, con leyes que no se pueden doblar con un decreto. Porque la normativa vigente la actual, no la que ya quedó vieja en un cajón marca con claridad dónde puede situarse un vertedero. Y aquí no. No en dominio público hidráulico. No sobre zonas de abastecimiento humano. No poniendo en riesgo masas de agua que se beben. Punto. El proyecto incumple las tres sin vergüenza, se retuerce así la realidad como quien cree que el papel administrativo vale más que el río, que la legalidad caduca si se mira despacio.

Hay decisiones que marcan un lugar como una quemadura: se notan siempre. Algunas siembran futuro, otras empiezan ya con forma de cicatriz.

La CHD lo dejó claro: el macro vertedero se quiere colocar sobre los arroyos del Valle de la Calzada y del Valle del Grillo, que acaba alimentando el Huerga y después el Órbigo. Es decir: aguas arriba del agua de casa, del agua de la ensalada, de la que va al vaso del niño y al cubo en la cuadra. La propia documentación reconoce zonas protegidas, tanto superficiales como subterráneas, vulnerables a filtraciones. Y aquí no hace falta épica, solo sentido común: si el agua peligra, todo lo demás se detiene.

Aparte de esta realidad hay otra piedra en el camino: parte de los terrenos son Dominio Público Hidráulico. Propiedad del Estado. Inembargable, inalienable, imposible de expropiar. Es casi hermoso leer esas palabras: imposible de expropiar. Como si por una vez la ley se pusiera de parte del río y no del atentado especulativo. Pero para salvar ese obstáculo la Junta ha declarado la obra de Interés Regional, intentando abrir una puerta donde la ley no permite ni ventana. Como si el Código Civil se pudiera doblar igual que un folleto. Como si la tierra no tuviera memoria.

El relato oficial se escribe con marketing, como si las palabras pudieran tapar el olor. Hablan de empleo sin decir número. Hablan de desarrollo sin reparto. Hablan de progreso mientras abren un agujero. Porque lo que llega no es oportunidad, sino resignación con nombre técnico. Hemos visto esta historia antes: minas cerradas, trenes detenidos, industrias que no vuelven. A veces el futuro no se cierra de golpe: se va perdiendo de a poco. Hasta que un día solo queda hueco, y en ese hueco quieren echar lo que sobra.

Pero aquí la respuesta no nació en un despacho, ni en un estudio jurídico, ni en un argumentario político. Nació en la garganta seca de quien riega. En quien cría ganado y mira al cielo antes de mirar al mercado. En quien tiene memoria del río, del olor a chopos, del agua que siempre estuvo ahí sin pedir nada. No se defiende solo una línea azul en un mapa. Se defiende la vida que depende de ella: huertas, acuíferos, ganado, infancia. Se defiende el derecho a no tragar con lo que nadie quiere en su patio.

Es un sí escondido detrás: sí a un territorio que quiere existir sin hipotecarse. Sí a un futuro que no pase por aceptar el último lugar de la fila. Sí a que el progreso no sea excusa para convertir una comarca en basurero.

La Plataforma por una Gestión Transparente y Sostenible ya ha iniciado el camino judicial. Será largo. Lo saben ellxs, lo sabe cualquiera que haya peleado contra un expediente con sello. Pero también saben que no es sólo un no. Es un sí escondido detrás: sí a un territorio que quiere existir sin hipotecarse. Sí a un futuro que no pase por aceptar el último lugar de la fila. Sí a que el progreso no sea excusa para convertir una comarca en basurero.

Y es aquí donde el debate se vuelve más amplio: no basta con oponerse a un vertedero si seguimos aceptando sin rechistar el modelo que lo justifica. Durante décadas, a León se le ha ofrecido como salida escasos puestos de trabajo a cambio de tierra, de futuro y de silencio. Se nos pide asumir que nuestra economía solo puede crecer si entrega agua, paisaje y salud, como si el progreso fuese siempre un trueque desigual. Es en esto es donde debemos pararnos a reflexionar ¿es este el modelo de desarrollo que queremos para León? ¿De verdad aspiramos a un futuro que dependa de gestionar lo que otros desechan o merecemos, de una vez por todas, construir riqueza sin hipotecar la vida que la sostiene? Es hora de romper con esta dirección política que condena el futuro de nuestra provincia. León puede y debe aspirar a un desarrollo propio, diverso, arraigado en su territorio. Un desarrollo que sume riqueza sin romper la vida. Otro camino es posible, pero exige que dejemos atrás el papel de provincia sacrificada y asumamos, con decisión, que el futuro no se nos concede: se construye.

Contaminarlo no sería un daño puntual; sería un golpe al corazón. Lo mismo ocurre con el paisaje: cuando se degrada, no desaparece solo una vista.

Decir “no” al macro vertedero de San Justo no es ideología. Es un acto de autoestima colectiva. Es recordar que la dignidad también se mide en litros de agua limpia, en paisajes protegidos, en pueblos que se vacían menos cuando se les escucha más. Es romper el hechizo de la resignación que ha convertido a León en un territorio acostumbrado a obedecer mientras otros diseñan su destino.

El agua del Tuerto–Esla no es un recurso cualquiera: es la sangre secreta que une comarcas, riega huertas, sostiene pueblos. Contaminarlo no sería un daño puntual; sería un golpe al corazón. Lo mismo ocurre con el paisaje: cuando se degrada, no desaparece solo una vista. Se acaba con un relato. Y sin relato común, ningún territorio puede reconocerse a sí mismo.

León tiene derecho a un futuro que no huela a residuo ni se mida en toneladas de desechos. Necesita soluciones, no cargas. Proyectos con raíces aquí, no decisiones tomadas a cientos de kilómetros. Políticas que reparen en vez de destruir. Instituciones que escuchen en vez de blindarse. Pero para lograrlo, hace falta algo sencillo y enorme a la vez: creer que la voz local importa. Que la ciudadanía no es un trámite. Que la política puede ser algo más que un muro de tecnicismos. Que esta tierra, tantas veces herida, tiene derecho por fin a dejar de ser zona de sacrificio y convertirse en territorio con esperanza.

Quizá entonces, cuando uno vuelva a subir al Teleno y mire el horizonte limpio, comprenda algo esencial: el progreso no es aceptar lo inevitable, sino tener el valor de imaginar algo distinto y hacerlo posible.