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Reportaje

Fallece en León Pedro Guerrero Arias, el sargento de la Guardia Civil que salvó a un país

Pedro Guerrero Arias, sargento de la Guardia Civil recientemente fallecido en León a los 91 años, fue clave en la liberación del empresario Saturnino Orbegozo, secuestrado por ETA | Su actuación en uno de los episodios más tensos de los años de plomo demostró el coraje, la humanidad y el temple de quienes combatieron el terrorismo desde la trinchera del deber.
Pedro Guerrero Arias, a la derecha; a la izquierda, Orbegozo tras su liberación en una imagen digitalizada.
Pedro Guerrero Arias, a la derecha; a la izquierda, Orbegozo tras su liberación en una imagen digitalizada.

Pedro Guerrero Arias, sargento retirado de la Guardia Civil, falleció el pasado 1 de julio en León a los 91 años. Su muerte pasó desapercibida, fue serena y discreta. Su nombre, sin embargo, figura en una de las páginas más ejemplares y menos difundidas de la lucha contra el terrorismo en España. Fue él quien, al frente de un pequeño grupo de agentes, rescató con vida al empresario Saturnino Orbegozo el 31 de diciembre de 1982, frustrando uno de los secuestros más largos y tensos cometidos por la banda terrorista ETA en su rama político-militar.

Aquel rescate no solo salvó una vida: evitó una ejecución planificada para causar el máximo impacto en plena Nochevieja y desarticuló una estructura logística terrorista que preparaba atentados de gran envergadura.

El empresario marcado para morir

Saturnino Orbegozo Izaguirre, empresario siderúrgico vasco de 69 años, era propietario de una popular marca de cocinas de hierro. Desde hacía tiempo estaba en el punto de mira de ETA. El 14 de noviembre de 1982 fue secuestrado a punta de pistola a la salida de misa en Zumárraga. La operación fue ejecutada con precisión: un primer traslado a Beasáin, cambio de vehículo, y luego, con los ojos vendados, al zulo donde pasaría 46 días de cautiverio, en una borda oculta cerca de Donamaría, en Navarra.

Las condiciones del encierro fueron infrahumanas: encerrado en un zulo de poco más de un metro de altura, con frío, humedad y sin apenas espacio para moverse. La banda exigía 100 millones de pesetas por su liberación, cifra que poco después elevó a 200 al considerar insuficiente el esfuerzo de la familia.

La llamada que cambió el final

El 30 de diciembre, cuando el plazo de vida impuesto por ETA estaba a punto de expirar, una llamada anónima llegó al cuartel de la Guardia Civil de Santesteban. El informante aseguraba haber visto movimientos extraños en una borda en Donamaría: dos jóvenes, un hombre mayor envuelto en una manta, y utensilios lavados en una pileta exterior. El sargento Pedro Guerrero Arias, destinado allí como comandante de puesto, no dudó. Aunque apenas había terminado de despedir a un compañero, reunió a seis agentes y se dirigió al lugar sin perder tiempo.

El sargento, hombre de mediana estatura, voz tranquila y experiencia curtida por los años, ya había dirigido personalmente la inspección de más de 80 caseríos en la zona en aquellas semanas. Sabía lo que buscaba y, lo más importante, sabía cómo actuar con cabeza fría.

El rescate: temple, sangre fría y honor

Al llegar a la borda, el grupo inspeccionó el entorno. Excrementos humanos, restos de comida, y una construcción cerrada de forma inusual. Guerrero ordenó rodear la cabaña en formación de combate. Observando por una tronera, vieron comida servida sobre una mesa. Subieron al tejado, hicieron un boquete y al irrumpir, escucharon una voz:

—¡Por favor, no disparen! ¡Que se rinden!
—¿Quién es usted?
—Soy Saturnino Orbegozo.

Los agentes no sabían a qué se enfrentaban. Los secuestradores, Ignacio Odriozola y Elena Bárcenas —conocida como "la Tigresa"— estaban armados con pistolas Browning y munición suficiente para resistir. Pero se rindieron, parapetándose tras el empresario. Guerrero y sus hombres no dispararon. Tampoco los terroristas. El rescate fue limpio. El empresario fue liberado, los secuestradores detenidos.

“Gracias, muchas gracias”

Saturnino Orbegozo fue trasladado con una manta sobre los hombros al cuartel de la Guardia Civil. Allí se reencontró por teléfono con su familia, a la que solo pidió volver a casa. Pasadas las tres de la tarde, llegó a su domicilio, “Danen Gain”, donde lo esperaban sus nueve hijos y once nietos. Su pueblo, Zumárraga, lo recibió con aplausos. Sus trabajadores lo celebraron en la calle. Su vida había sido salvada en el último momento.

Pedro Guerrero no volvió a verlo. Pero el empresario le dejó un apretón de manos que quedaría para siempre en la memoria del sargento.

Una lección de honor en los años de plomo

En plena España de los años de plomo, Pedro Guerrero y sus hombres actuaron con una profesionalidad y un sentido del deber que merecieron el reconocimiento de sus superiores. El entonces Director General de la Guardia Civil, José Aramburu Topete, elogió públicamente su sangre fría: “Ni por un segundo pensaron en tomarse la justicia por su mano”.

El operativo desarticuló también varios planes de la banda: se localizaron dos pisos francos y se evitó la colocación de explosivos en delegaciones del Gobierno y un atentado contra un buque de guerra.

Por aquella acción, Pedro Guerrero Arias recibió la Cruz de Oro del Mérito de la Guardia Civil, la máxima condecoración que otorga el cuerpo.

El legado de un hombre íntegro

Tras aquella misión, tal y como recuerda el diario El Debate en una reciente información que resume su gesta, Pedro Guerrero volvió al servicio diario, sin buscar protagonismo. Nunca hizo carrera política ni mediática. Cuando se vestía de gala, la Cruz de Oro relucía sobre su pecho, pero su actitud seguía siendo la del servidor humilde que había hecho lo que debía.

Ahora, con su muerte, se va uno de los héroes anónimos que escribió, con humanidad y firmeza, una página imprescindible en la historia reciente de España. En tiempos donde el terrorismo pretendía imponer el miedo, Guerrero y sus compañeros demostraron que el coraje, la legalidad y la decencia podían prevalecer.

En la historia de la Benemérita, pocas gestas han sido tan humanas, tan justas y tan olvidadas. Por eso hoy, recordarlo es hacer justicia. Y rescatar también, del olvido, el honor que representó.