El tiempo

Hostias como panes

No me cae bien Javier Bardem, pero ese solo es mi problema y no el suyo o el vuestro. Simplemente lo digo...

No me cae bien Javier Bardem, pero ese solo es mi problema y no el suyo o el vuestro. Simplemente lo digo. Y justifico lo que digo sin ninguna necesidad de hacerlo ni necedad por comprenderlo. Entiendo que hay momentos en los que nos gusta que referentes sociales, deportivos o culturales expongan sus criterios o que justifiquen sus actos, pero no, en Bardem -por otro lado, un actor descomunal- parece que no. Y eso que yo soy de los que hago compartir en mi escala de valores la posición de personajes que han convertido la política en una vulgaridad, véanse los casos de Óscar Puente o de Mañueco, ambos de por aquí cerca, antagonistas en sus ideas, pero iguales en sus quehaceres diarios con una sociedad de la que viven y hasta exprimen. 

Pues, volviendo a Bardem, estos días pasados he leído en algunos medios lo que dio de sí su participación en un podcast de un conocido músico/influencer/escritor como James Rhodes. Comentaba el hijo de Pilar que recordaba sus años en el colegio, en plena transición, por la memorización y los castigos. Hablaba de los golpes en las uñas con las reglas de madera, y se me heló el corazón -supongo que dejó de bombear con su cadencia habitual ante la frialdad de ese órgano helado-. Por fin me sentía cercano a un famoso, por fin compartía una experiencia, no ya traumática, sino histórica en mi línea de vida que ya ha alcanzado los cincuenta hace pocos meses.

Lo más educado que leí se acercaba a mentiroso, pero alguien que se abre a contar su historia, que jalona de cuentakilómetros emocionales...

Asistí curioso en Twitter a las reacciones ante el eco que tales opiniones dejaban en la barra del gratuito bar en la que se ha convertido esa red social donde Elon Musk hace caja a base de permitir que el anonimato emerja para esconder a los que con máscara y profesionalidad han hecho del insulto su razón de existir. Y no digo que me sorprendieran las reacciones, digo que me hicieron evocar una infancia escolar agresiva. Lo más educado que leí se acercaba a mentiroso, pero alguien que se abre a contar su historia, que jalona de cuentakilómetros emocionales su experiencia no puede serlo en una fábula que no necesita sostener. 

Y creo que no lo es porque yo, siendo más joven que Bardem, también supe lo que era una regla en las uñas, con los deditos de alguien de seis años juntándolos como si fuera un juego para recibir el sutil toque de madera casi donde las yemas se unen con la queratina de las uñas. Y me dolió, mucho. Y varias veces. Y aún duele hoy al recordarlo. Es más, aún recuerdo el día de aquel año 80, en el Colegio Público de Trobajo del Camino, en 1º de EGB. Seis años tenía y 44 más de recuerdos desde entonces.  También me tiraron el cuaderno varias veces desde una altura de un primero al patio por no hacer bien en él lo que me pedía aquella tutora a la que, dieciséis años después, se lo recriminé cuando hacía mis prácticas de Magisterio en el mismo colegio. No me quedé a gusto ni nada, imaginadlo, venganza en plato congelado.

Pero fue poco. Mi etapa obligatoria continuó en un colegio de curas en el alfoz de la capital donde los sopapos a dos carrillos se confundían en mi rostro con las formas verbales y las fracciones. Aprendí lo que pude esquivando bofetadas que, como rutinas, siempre encontraban premio en los mismos, supongo que por clase social porque estratificar la agresión siempre ha sido norma en la sociedad. Lo peor es que tampoco tenías la consistencia emocional de los tuyos. Los padres de entonces se escudaban en una frase tan manida como lapidaria: “algo habrás hecho” y te soltaban un par de ellas. Aprendizaje repetitivo lo debían llamar los teóricos. Por eso, solo lo contabas el primer día, el resto, silencio, es decir, aprendías que la penitencia repetida no te consolaba aquellas hostias como panes, bendecidas a palmadas; el padre que te bendecía los mofletes y tu padre que seguía el credo del primero.

Ahora, muchos años después, soy maestro. Orgulloso cada día más de serlo y de ejercer una autoridad tan educativa como afectiva con mis alumnos. Me viene a la memoria aquel primer día en Vegazana, cuando empecé en la Escuela de Magisterio...

Por eso, que no me hablen ahora esos iluminados que niegan la violencia que existía en la docencia de aquellos años, que no vengan a negarlo los que no lo saben o quienes no tuvieron la enorme suerte de no ser castigados físicamente en aquellos ochenta -supongo que en los setenta sería peor-.

Ahora, muchos años después, soy maestro. Orgulloso cada día más de serlo y de ejercer una autoridad tan educativa como afectiva con mis alumnos. Me viene a la memoria aquel primer día en Vegazana, cuando empecé en la Escuela de Magisterio. Me preguntaron sobre el tipo de maestro que me gustaría ser. Dije, sin titubeos, en aquella clase de Bases Pedagógicas -asignatura con más ínfulas en su nombre que contenido- en octubre de 1993, que quería ser el maestro que no tuve. Y eso hago, día a día, tratar de olvidarme de aquellos docentes sin vocación, buscarles sitio en esos surcos del cerebro donde parece que se queda la memoria que no quieres que regrese, desearles todo lo bueno que de forma inversamente proporcional nos ofertaban. En fin, la vida de algunos, la vida que les quedó, y mis recuerdos.
 
P.D.: No me puedo olvidar del Instituto Padre Isla. Todo lo que soy se lo debo a una amplia mayoría de aquellos profesores a los que hoy, en la distancia marcada por la edad, todavía idealizo. Gracias por tan poco que fue tanto para algunos como yo.