De espacios seguros, manzanas rojas, jóvenes sastres y orines
(Viene de Capítulo 2: De avionetas, muyahidines, escuelas clandestinas y terremotos)
No, lo de la noche anterior no había sido fruto de mi estado jacarandoso. Era un tiroteo.
Me tranquilizan -a medias- al explicarme que no era nada especialmente peligroso, solo tiros al aire fruto de la euforia por la victoria de la selección de Afganistán de criquet sobre Sri Lanka anoche. “Antes de la toma de poder de los talibanes sí había tiroteos y ataques contra el compound prácticamente a diario, pero ahora ya no”. Seguridad a cambio de derechos.
Hoy viajamos a la provincia de Maidan Wardak, conocida por ser la “capital de las manzanas”, según me explican en el coche blindado. Tras abandonar el caos circulatorio de Kabul, donde más que conducir, Ahmed, se dedica a intentar no chocar con coches destartalados, carros tirados por burros, motos o bicicletas que aparecen por cualquier lugar y en cualquier dirección, la cosa se serena según avanzamos por la carretera y atravesamos check points. Y sí, en el pedregoso horizonte comienzan a brotar campos de manzanos a diestra y siniestra.
Día 3: Maidan Wardak I
Llegamos a una pequeña aldea de casas de adobe. En una de ellas, otro milagro unicefiano. Un pequeño espacio amigo de la infancia donde una veintena de niñas con coloridos vestidos juegan, cantan, sonríen y se divierten ajenas a todo lo que pasa en el exterior. Al igual que en la escuela rural de ayer, sorprende la escena, en parte debido a que la ley talibán prohíbe (también) que la voz de las mujeres suene en público.
En verano de 2024 el régimen promulgó la llamada ‘Ley de la propagación de la virtud y la prevención del vicio’ y según se dicta en sus 35 artículos, las voces y los rostros de las mujeres son privados y se les impide salir de casa sin un tutor masculino. Pero no aquí. En este espacio las mujeres -hay varias cuidadoras- y sobre todo las niñas, parecen libres y felices. De hecho, nos reciben con varias canciones y bailes que llevan preparando para nosotros varios días e incluso vemos cómo juegan al voleibol con hiyab pero sin complejos en una cancha exterior.
Este lugar tan especial es un espacio amigo de la infancia (CFS, por sus siglas en inglés), lugares que son cruciales para proporcionar un entorno seguro y de apoyo para los niños y las niñas, afectados por conflictos, desplazamientos u otras crisis, especialmente en las rozas rurales. En esta provincia hay siete centros como este, que se suman a los cerca de 750 que Unicef apoya en todo el país. Estos espacios ayudan a abordar los problemas emocionales, psicológicos y necesidades de desarrollo ofreciendo actividades estructuradas, apoyo psicosocial y oportunidades educativas. También juegan un papel fundamental en la protección de los niños y las niñas contra la violencia y para garantizar su bienestar mediante la promoción de un sentido de normalidad y estabilidad en circunstancias desafiantes.

Circunstancias desafiantes podría ser un buen eufemismo para hablar del día a día en este país. No solo para las niñas que acabamos de conocer, sino también para los y las jóvenes. En Maidan Wardak, por ejemplo, los y las adolescentes de familias vulnerables enfrentan importantes desafíos debido a la pobreza generalizada. Muchas familias no tienen una fuente confiable de ingresos, a menudo debido a la pérdida o discapacidad del sostén principal de la familia -el hombre- o ausencia de empleo estable. A esto no ayuda, claro, que las mujeres tengan prohibido trabajar.
El eterno círculo de la pobreza
Aquí, como en el resto del país, los adolescentes se ven obligados a encontrar formas de contribuir financieramente a sus hogares, sacrificando a menudo su propia educación. Pero sin las habilidades adecuadas ni perspectivas laborales, estos niños y niñas se quedan con pocas opciones, lo que los obliga a realizar trabajos peligrosos donde, para mayor inri, generalmente son explotados. Uno de cada cuatro jóvenes sufría ansiedad en 2023, según la encuesta MISC. Así, la falta de fuentes de ingresos sostenibles en sus familias crea un eterno ciclo de pobreza que será heredado por las siguientes generaciones.
Haciendo un alto en el camino paramos junto a unas casetas junto a la carretera en una encrucijada de caminos llamada Jandi Khail. Aunque con timidez, seguramente por la presencia de nuestras cámaras, unos jóvenes nos invitan a conocer sus humildes negocios.
Jawar regenta una pequeña y repleta tienda de telas en este barrio. Su vida dio un giro trágico cuando su padre fue asesinado en una explosión de mina, quedando al cuidado de su madre. A falta de dinero en casa, trabajó desde niño para ayudar a su familia a salir adelante. Me cuenta que ahora es "sastre" pero que a menudo recogía botellas en el mercado local o hacía recados para algunas familias para sacar algo de dinero.
Mohamed, al frente de un quiosco cercano al lugar donde hemos aparcado, migró ilegalmente a Irán hace un par de años. Fue un viaje de ocho días, recuerda. Al llegar a Irán, trabajó en la construcción durante dos días antes de ser arrestado por la policía iraní. Después de pasar varias noches en una celda, Mohammad fue deportado de regreso a Afganistán.
Ambos jóvenes, y otros como Jan que tiene un taller de motos calle arriba, han podido romper el círculo gracias a un proyecto de cooperación internacional que les devolvió a la escuela y les apoyó económicamente para que pudieran arrancar sus negocios.
Para variar, vamos mal de agenda. Comemos con más rapidez de la ideal un kebab de cordero y manzanas, claro. Seguimos ruta hasta la escuela Abobaker Sediq, en el distrito de Jalrez, que resultan ser en la práctica, dos escuelas, una para chicos y otra para chicas que insistimos en conocer.
Un recital en el patio del colegio
Esta escuela, nos cuenta el director, hasta hace solo unos meses no tenía acceso a agua. Cuando el nivel freático estaba alto, había un pozo de 40 metros de profundidad fuera de la escuela que los estudiantes utilizaban. Durante la estación seca, los alumnos tenían que traer agua desde casa. La escuela no tenía letrinas y los alumnos a menudo defecaban en áreas abiertas al lado de la escuela, concretamente, señala, “ahí, en el jardín”. Tampoco había instalaciones para lavarse las manos ni puntos de basura.

Esta triste historia es parecida a la que ya escuchamos el primer día. La realidad es tozuda. Más de un tercio de las escuelas de Afganistán todavía no tienen acceso a una fuente mejorada de agua. La mitad de los colegios carecen de instalaciones sanitarias y dos tercios carecen de instalaciones para el lavado de manos. Además, sólo el 40 por ciento de las escuelas tienen baños separados para niños y niñas, y sobra decir, prácticamente ninguna escuela tiene espacios para el manejo de la higiene menstrual.
Recorremos el jardín. Un profesor se me acerca. En voz baja me pide ayuda para reconstruir el muro de la escuela. “Algunos alumnos se escapan”, dice con cara de pena y mostrando lo que seguramente algún día fue un muro de adobe. Sé que el tema es serio, pero no puedo evitar soltar un risa cómplice, porque les estoy viendo las caras a los chavales mientras paseamos y solo puedo empatizar con ellos. Evito comprometerme. Antes de acabar la visita nos juntamos con todos los chicos, y nos recitan, como despedida, lo que parecen ser unos versos del Corán.
Ya en el compound vuelvo a preguntar a Verónica por su estado de salud. Siente una ligera mejora pero sigue con fiebre. Ceno algo rápido en el centro social. Tras el ya rutinario reporte a la ‘radio room’, la no menos importante llamada a casa. Todo bien, pero “¿te has enterado de lo de Valencia?”.
(Continuará)